Soy catalán y me opongo a la independencia

Cataluña debe aspirar a ser un país próspero, tolerante, moderno y abierto al mundo; un lugar en el que todos sus habitantes tengan acceso a las mismas oportunidades, sin miedo a privaciones, marginación o pobreza.

Estos días parece que esto se nos ha olvidado. Durante años, el país ha dedicado una cantidad de tinta, píxeles y cuerdas vocales casi inaudita a controversias arcanas sobre derecho constitucional e internacional, política comparada, la definición de la palabra democracia y si es estéticamente aceptable que la policía se aloje en barcos pintados con personajes de dibujos animados. El derecho a decidir, la secesión y el referéndum monopolizan el debate, aplazando cualquier otra discusión a ese indefinido horizonte donde tres partidos nacionalistas completamente antagónicos en política económica y social deberán escribir una constitución juntos.

Estas discusiones son sin duda entretenidas, pero son casi completamente estériles. Para empezar, a estas alturas del partido todo aquel que se dedica a leer iracundos artículos sobre la desfachatez de uno y otro bando seguramente solo tiene ganas de que el columnista le diga lo que quiere escuchar. Las tertulias son vistas más como eventos deportivos donde marcar goles retóricos al adversario que intentos de persuadir al prójimo. Esta semana nadie va a cambiar de opinión.

Segundo, porque todo el mundo sabe que es muy poco probable que el uno de octubre cambie algo. Los independentistas han convocado un referéndum chapucero y atolondrado, jurídicamente insostenible; nadie fuera de la burbuja secesionista cree que la Unión Europea o actores internacionales relevantes se lo vayan a tomar en serio. Tras las trabas del gobierno central, la Generalitat ni siquiera podrá montar un espectáculo teatral decente.

En el otro lado, ningún político unionista catalán es lo suficiente ingenuo para creerse que los secesionistas van a dejarlo estar. Los independentistas verán los eventos de las últimas semanas como otra serie de agravios que añadir a su larga lista de quejas con el gobierno central. El problema político seguirá ahí porque un sector gigantesco de la sociedad catalana seguirá creyendo que deben irse. El referéndum solo servirá para profundizar la fractura. El 1 de octubre no arreglará nada.

El día importante, entonces, es el 2 de octubre. Porque entonces estaremos exactamente igual que estamos ahora, y de nosotros depende que empecemos hablar sobre qué clase de país queremos, no siete años más de legitimidades, derecho internacional, procedimientos de entrada o salida de la Unión Europea y la sentencia del Estatut.

Para empezar, es hora que unos y otros reconozcan que este es ante todo un debate entre catalanes, no entre Cataluña y España. El “derecho a decidir” es una excusa; el debate no es sobre si podemos votar, es sobre si queremos irnos. En Cataluña dista mucho de haber una mayoría clara que quiera la secesión, y cualquier gobierno de la Generalitat que ignore este hecho está abocado al fracaso. El cómico, triste espectáculo de políticos nacionalistas hablando en nombre del pueblo catalán como un ente monolítico y uniforme es uno de los principales motivos por los que llevamos siete años andando hacia ninguna parte.

Segundo, en este debate hay gente decente en ambos lados de la mesa, y nadie está en posesión de la bandera. Los que nos oponemos a la secesión de Cataluña no somos ni traidores, ni botiflers, ni colonos, ni letizios, ni subvencionados esperando la paguita, ni cualquiera de la multitud de insultos que tengo a bien de aguantar en Twitter estos días. Creo que mi deber como catalán, como ciudadano y como patriota es defender aquellas posturas y políticas públicas que serán más efectivas para hacer que Cataluña sea el país próspero, tolerante, moderno y abierto al mundo que creo que debe aspirar a ser. Creo que la secesión tendría un coste económico y social intolerable para el país. Me opongo a ella porque amo a Cataluña.

Hablemos de país. Hablemos sobre Cataluña, hablemos sobre independencia. Pero hagámoslo entendiendo que en este debate no hay catalanes buenos o malos, ni mayorías claras, ni soluciones fáciles. Años de conflicto sin resolver deberían haber dejado claro que vamos a necesitar cambiar las cosas, incluyendo la constitución y posiblemente referendos, y que todos, sin excepción, nos vamos a levantar de la mesa sin haber conseguido todo lo que queríamos. Es hora de dejar de hablar de teorías rebuscadas, palabrería épica sobre democracia y grandes heroicidades, y discutir qué visión de país tenemos y cómo llegamos a ella.

Roger Senserrich es politólogo y miembro de Politikon.es

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