Soy historiadora de la Guerra Fría. Estamos en una nueva y aterradora era

Mantener estables la velocidad, la altura y el rumbo: ese era el mantra para los pilotos estadounidenses que a menudo se encontraban con aviones soviéticos durante la Guerra Fría. Y los soviéticos solían devolver el favor.

Frente a la costa cercana a la ciudad portuaria rusa de Vladivostok, los pilotos de los helicópteros procedentes de las fragatas de la Marina echaban un ojo a la flota soviética en la década de 1980 con frecuentes vuelos de vigilancia. Los estadounidenses acabaron esperando un patrón de conducta: normalmente, al cabo de unos 20 minutos de que sus helicópteros hubiesen despegado, los aviones de combate soviéticos MiG-27 ajustaban su mira para obtener una primera identificación visual de la aeronave estadounidense. Dos helicópteros de combate soviéticos Mi-24 “Hind” —mayores que los estadounidenses— la seguían después, volando junto a los americanos durante unas dos horas.

A pesar de que eran adversarios, los pilotos estadounidenses y los soviéticos acataban un código de conducta tácito, arraigado en unos patrones de conducta predecible. Al acabar el día, todos volvían a casa sanos y salvos.

Soy historiadora de la Guerra Fría. Estamos en una nueva y aterradora era
Ilustración por The New York Times; fotografías por belterz, Brendan Smialowski, AFP, Ted West, y Sergei Guneyev vía Getty Images

He estado pensando mucho en este código al ver la guerra desenvolverse en Ucrania. Estoy asombrada con la valentía de los ucranianos. Pero, como historiadora de la Guerra Fría, temo que la invasión rusa, al margen de su resultado, presagie una nueva era de inmensa hostilidad con Moscú, y que esta nueva guerra fría sea mucho peor que la primera.

Ese conflicto del siglo XX se caracterizó por querer evitar el enfrentamiento directo entre Occidente y Rusia, lo que en su lugar produjo guerras subsidiarias en terceros países. La desfachatez del presidente Vladimir Putin pone esta práctica en cuestión. Si es lo bastante temerario para pulverizar a los civiles ucranianos y arriesgarse a una rebelión popular, quizá sea lo bastante temerario para provocar a la OTAN.

El ejército de Rusia, muchísimo mayor —junto con una oposición política y la libertad de prensa y de expresión reprimidas en su país— significa que habrá muy pocos controles a la matanza de Putin, más allá de los que puedan ejercer unos ucranianos con inferior potencia de fuego. Y si su comportamiento en Chechenia —un territorio que Rusia destrozó militarmente en la década de 1990— sirve de ejemplo, una posible ocupación de Ucrania sería sangrienta y brutal, con riesgos colaterales añadidos.

Tampoco los observadores que están viendo desde lejos cómo se desenvuelve la guerra deberían suponer que no corren peligro. Además de las consecuencias económicas para Occidente —precios del petróleo más altos, una posible estanflación—, podrían darse situaciones peores. Treinta años después del fin de la Guerra Fría, Washington y Moscú siguen controlando más del 90 por ciento de las ojivas nucleares del mundo, más que suficiente para arrasar la mayor parte de la vida en la Tierra. Los misiles que transportan esas ojivas tienen la capacidad, por su enorme velocidad y alcance, de reducir el mundo a un lugar muy pequeño. Putin ya ha puesto a sus fuerzas nucleares en alerta máxima y amenazó veladamente con usarlas si Occidente interviene en Ucrania.

Otro problema es lo rápido que hemos retrocedido a la hostilidad propia de la Guerra Fría. En la antigua Guerra Fría, que duró desde finales de la década de 1940 hasta alrededor de 1989, los patrones de no enfrentamiento establecidos tuvieron tiempo para evolucionar. Esos patrones no desaparecieron del todo en el siglo XXI; durante el conflicto en Siria, por ejemplo, las potencias occidentales realizaron amplios esfuerzos para eliminar los conflictos con Rusia. Pero cuando Moscú tiene la batalla más cerca de casa, parece que podría ocurrir cualquier cosa.

El año pasado, un caza ruso Su-24 hostigó al destructor Donald Cook de la Marina estadounidense con un vuelo rasante sobre el mar Negro, llegando a pasar a casi cien metros de él. Y el mes pasado, varios cazas rusos Su-35 se acercaron a aviones de patrulla P-8A estadounidenses en tres ocasiones distintas (uno de los aviones rusos pasó a solo 5 pies de uno estadounidense, según fuentes oficiales de Estados Unidos).

Aunque un acercamiento similar provocase una colisión, no necesariamente tendría que conducir a la guerra. Pero la actitud arrogante de Rusia se vuelve más peligrosa en el contexto de su invasión ucraniana y sus propósitos hostiles. Imaginemos esta situación hipotética: muchos aviones occidentales modernos pueden detectar una aeronave enemiga adquiriendo un objetivo. Si se encuentran con un piloto ruso en modo de adquisición —por ejemplo, mientras vuela en un espacio aéreo disputado sobre el mar Negro—, podrían concluir que ellos son el objetivo y actuar en consecuencia, con la posibilidad de un incidente con bajas.

Si se tratara como una infracción del artículo 5 de la OTAN —que considera el ataque a uno de sus miembros como un ataque a todos ellos—, ese contacto y las posibles bajas podrían arrastrar a la alianza, y por tanto a Estados Unidos, al conflicto. Por supuesto, la alianza podría optar por no ver el incidente como una infracción, o aplicar solo una respuesta mínima. Pero eso podría poner en duda la firmeza de la OTAN, y asustar así a los aliados en el frente y envalentonar a Putin.

La longevidad de la Guerra Fría también les dio a ambas partes el tiempo y los incentivos para negociar acuerdos de control de armas. Washington y sus aliados establecieron un conjunto de meticulosos acuerdos con Moscú que, a pesar de sus defectos, al menos brindaban previsibilidad y vigilancia, mientras además servían para desarrollar una relación a largo plazo para la gestión del peligro nuclear.

Sin embargo, en los últimos años ambas partes se han deshecho precipitadamente de muchos de esos acuerdos, al considerarlos anticuados y molestosamente restrictivos. El tratado New START es ahora lo único que limita el número y los tipos de armas nucleares de Estados Unidos y Rusia, y expira en 2026, con pocas esperanzas de renovación. Ya han desaparecido el Tratado sobre Misiles Antibalísticos, del que George W. Bush se retiró en 2002, y el Tratado de las Fuerzas Armadas Convencionales en Europa, del que Putin “suspendió” la participación rusa en 2007. Y lo que es más relevante para la crisis actual, en 2019 el presidente Donald Trump se retiró del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio, alegando incumplimientos por parte de Rusia y la carrera armamentista china (aunque China no era parte del acuerdo).

Firmado por el presidente Ronald Reagan y el líder soviético Mijaíl Gorbachov en 1987, el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio eliminaba esa clase de armas por completo. Ahora que ya no existe, Putin afirma temer que la alianza pueda emplear dichas armas en territorio ucraniano contra objetivos rusos. Ha citado esa posibilidad, además de negar que Ucrania sea un país independiente, entre sus motivos para invadirlo.

Aunque se consiguiera que Moscú se sentara otra vez a negociar, lo cual parece muy improbable en el futuro cercano, se necesitarían años de minuciosas conversaciones para resucitar esos tratados. Su desaparición es especialmente dolorosa a la luz de otras pérdidas —de la comunicación entre ejércitos, la expulsión de empleados de la embajada y el consulado— y el desarrollo de nuevos tipos de armas, como los misiles hipersónicos y la ciberguerra. Dos de las mayores potencias militares del mundo actúan en un casi total aislamiento mutuo, lo cual es un peligro para todos.

Otro problema es cultural. La amenaza de un conflicto termonuclear fue omnipresente para los que crecieron durante la Guerra Fría. Sin embargo, tras décadas de paz entre Occidente y Rusia, esa consciencia colectiva cultural se ha disipado en gran medida, a pesar de que la amenaza nuclear persiste, y de que la semana pasada volvió a intensificarse hasta unos niveles nunca vistos desde la Guerra Fría.

El presidente ruso ha puesto fin decididamente a la era post Guerra Fría, que se basaba en la suposición de que las grandes guerras territoriales europeas se habían acabado para siempre. A juzgar por su invasión, está sobradamente claro que Putin no va a mantener el equivalente geopolítico de la constancia en la velocidad, la altura y el rumbo. Si sus pilotos, siguiendo su temerario ejemplo, vuelven a virar hacia los aviones de la OTAN o a provocar a cualquiera de sus cuatro miembros que comparten frontera con Ucrania —sea con fanfarronadas o siguiendo órdenes—, podrían arrastrar a Occidente al combate. Y no de forma limitada.

Esta vez, Estados Unidos y sus aliados tendrían que enfrentarse a Rusia junto con las potencias emergentes de China, Irán y Corea del Norte.

Por esa razón, las tropas occidentales, ya entrenadas y muy conscientes de las consecuencias estratégicas que pueden tener los incidentes tácticos, deben continuar evitando una escalada involuntaria. Y Washington necesita comunicarse con claridad, no solo con sus aliados, sino también con el público estadounidense, sobre los riesgos derivados de que un desbordamiento desde Ucrania hacia territorio amparado por el artículo 5 rayara en un casus belli, un suceso que provoca una guerra.

Ser historiadora requiere la capacidad de desarrollar un sentido de periodización. Yo siento que termina un periodo. Ahora temo profundamente que la imprudencia de Putin pueda causar que los años transcurridos entre la Guerra Fría y la pandemia de COVID-19 parezcan un periodo feliz para los historiadores futuros, en comparación con lo que vino después. Temo que nosotros mismos acabemos echando de menos la Guerra Fría.

Mary Elise Sarotte es profesora de historia en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins y autora de Not One Inch: America, Russia, and the Making of Post-Cold Ware Stalemate.

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