Soy inocente y me llevo un azote por caerme

Por José Miguel Bolívar, periodista (EL MUNDO, 24/08/06):

Soy periodista y me libro de la acusación del titular de la Carta del Director del domingo pasado -El Franquismo fuimos todos- porque no había nacido. En el 25º aniversario de la Constitución, el anterior Gobierno nos envió un ejemplar de la Carta Magna a casa a mí y al resto de españoles que nacimos en 1978. Sus encuestas no creo que nos otorguen la más mínima autoridad y desde ese descargo me permito apuntarle algunos datos algo borrosos.

¿Qué me contaron de Franco? Poco, en realidad. Mi abuela Antonia, antes de arrancarse con los detalles o los reproches, empezaba a gimotear y se le empañaban los ojos sin poder articular palabra. «Mi tito Paco, mi tito Paco, se lo llevaron, se lo llevaron», repetía con un hilillo de voz, argumentando entre sollozos, «que tenía una furgoneta». Esto último tardé un tiempo en entenderlo.

También recuerdo que mis padres se toparon en el patio de butacas del teatro Isabel la Católica, en Granada, con un tiroteo que interrumpió la función. No recuerdo qué obra pudo provocar la inquina suficiente como para que corriera la pólvora, pero sí que recuerdo que lo contaban entre la fascinación y el más absoluto congojo. Los que dispararon eran de Cristo Rey, una expresión que se me grabó a fuego. Tendría menos de 10 años.

No es mucho. Fuera del entorno familiar cuento con el bagaje de calle de cualquier adolescente que haya pegado el estirón en los 90. «Con Franco esto no pasaba», hablo de cuando los pendientes todavía no eran piercings. La Transición le cambió los nombres a los ministerios y las caras a los despachos pero no renovó esa determinada manera de pensar, influida por el miedo a destacar, a responder, a disentir o a desobedecer.

Vuelvo al texto del domingo. Lo de apátridas de Zapatero es para el ránking de ideas felices, que creo que podría acabar convirtiéndose en sección fija de EL MUNDO tirando de reciente hemeroteca y a tenor de cómo va la legislatura. Ojalá Madrid se hubiera convertido en Francoburgo y España hubiera dejado de serlo para inventarse algo nuevo, más sonoro y épico, más de caudillo, como Castillas Unidas, o en singular, en la búsqueda de cierto lustre histórico de imperio más moderno, pero no, seguimos siendo España y durante 40 años ahondamos en su cara más descreída, decadente y desconfiada.

¿Apátridas? Es ridículo, poético quizá, pero nadie le pide poesía a un presidente que de tan ingenuo y lírico pasa a parecer estúpido. En eso estamos de acuerdo, pero por mucha mordacidad que como lector disfrute en las Cartas del Director, en ciertos párrafos de ésta azuza a sus detractores con un palo aún humeante para que le ladren como a un reaccionario. No puede negarlo porque en un pasaje saca a relucir su expediente en el que no hay sombras güntergrassianas. Insinuar que el régimen fue una incubadora, un mal necesario, un campo de pruebas no tendría mayor malicia siempre que se limite a ser una hipótesis peregrina con mala uva y vocación de mea culpa colectiva pero sin los cimientos de argumento serio.

Pensaba que generaría más polémica el artículo. Debió calcular que ciertas sensibilidades podían quedar heridas y que para remover conciencias le habría servido algo más lírico, más en paralelo al universo de metáforas que maneja Zapatero. Vale que éramos España con el caudillo y que lo somos ahora, pero me permito usar un artículo indeterminado que no nos encierre en una definición inmutable, con la mano incorrupta de Santa Teresa en la mesita de noche o con los huesos de Lorca encima de la mesa y debajo de la tierra entre Víznar y Alfacar. Éramos una España y ahora somos otra. Personalmente siento más la patria si no hay sólo una, prefiero creer en la variedad que en el dictado de un señor sin un testículo de El Ferrol. Y aunque tuviera el escroto con todos sus accesorios, no se trata de marginación genital sino de bailar siempre con el mismo disco.

No viví con Franco y me alegro, sinceramente. Asisto perplejo a debates enquistados que se han convertido en campos de batalla. Si hay familiares que quieren tener una tumba a la que rezarle, que les den una pala, pero que no usen las leyes para arreglar el pasado sino para afrontar el presente con sus nuevas y urgentes realidades.

Usos casi tan vergonzosos como los que celebran el cumpleaños de la ejecución de Miguel Angel Blanco con docudramas o especiales, porque coincidiremos en que los aniversarios son más espectáculo que información.

Las víctimas nunca deberían ser fichas en política, ni espectáculo en los medios, ni seriales en los periódicos. Fuera del Parlamento fue Aznar al amparo de ETA quien empezó la partida convirtiendo los funerales en luctuosas sesiones de fotos. Ustedes lo han hecho en sus páginas con desastres recientes para glosar lo buen muchacho que era el muerto y hablarnos de sus planes truncados, sus estudios o su novia en obituarios que deberían ser anónimos y están más cerca de la literatura forense emocional que de la información. Ese valor máximo con el que traficamos y por el que nos pagan, nuestra materia prima, no podemos dejar que se contamine con vertidos interesados ni modismos frívolos.

Volviendo al Gobierno actual, no sé si es un mérito o un reproche pero lo cierto es que José Luis y sus muñecos se hacen las fotos en otros sitios y a veces se retratan. Es lo malo de haberse erigido en los paladines de las minorías con un afán reparador y tan salomónico que asusta. Para mí el primer síntoma de inteligencia que detectó en un interlocutor es la duda, un porcentaje de vacilación que demuestre que está abierto a cambiar de opinión. Demuestra que escucha lo que le dices y que merece la pena explayarse. A veces, Zapatero y su Gobierno parece que no ejercitan el oído sabedores de que poseen la verdad otorgada por la herencia sentimental de un abuelo muerto.

Lo de apátridas es una demostración de esa fe ciega, tan de víctima que se legitima a sí misma como la pena de mi abuela, que lo siente igual pero es menos combativa. Si a la pobre le costaba hablar de su tito y aún le cuesta aunque hace años que no lo nombra, no imagino que quisiera meterlo en una caja de pino después de tantos años. Seguro que si se lo propusieran estaría en contra, como la familia de Lorca, qué curiosa coincidencia.

Para mí, exculpado desde el primer párrafo gracias a mi ignorancia atrevida y con la bisoñez del que aún ni distingue los árboles, cuando menos el bosque, porque aún los matorrales le pinchan en los tobillos, puedo decirle que a lo mejor lleva razón. Que las disputas políticas a cuenta de la Constitución y sus interpretaciones enraizan en un Nodo no digerido o en dos esquinas de un cuadrilátero mal diseñado, con forma de rombo reumático en el que podían pelearse los mismos pero con un árbitro y donde el público no dejó de aplaudir los ganchos en ningún momento. Pero para hablar de esto con tanta frialdad sería conveniente que se muriese mi abuela y todos los que tienen perdidos en barrancos a familiares que tenían furgonetas.

Es cierto que no fue tan cruento como alguno de sus contemporáneos, pero fue mucho más largo y opino que eso hace callo en el subconsciente colectivo de varias generaciones que aún respiran pero que no tienen ni tenían ninguna culpa del aire viciado.

Si quiere señalar a alguien, ya que tiene un dedo grande para hacerlo, no sería un mal comienzo apuntar a los que sujetaban el palio, el cardenal Pla y Deniel, por ejemplo, o al último Premio Nobel de Literatura español, delator encubierto, o a Barón de las Torres, traductor de alemán en la entrevista con Hitler en Hendaya, o a los que se enriquecieron con el régimen, que no sé quiénes serán pero alguno estará vivo disfrutando de su fortuna, y cuente con que no tengo la más mínima autoridad para nada, especialmente menos para recomendarle culpables, pero por favor, no haga extensiva la ignominia y el padecimiento de una dictadura de 40 años a todos los que la vivieron.

Como el padre que le da un azote a su hijo después de que se haya caído al suelo por no estar atento o por ir como atontado sin mirar hacia abajo. A mí me dieron alguno de esos y nunca lo entendí, encima de que me había hecho daño, pues dos tazas de caldo, por tonto.