Libremente, y en un acto de perfecta coherencia con su pensamiento, el Papa anunció su renuncia. Después de haber examinado repetida y detenidamente su conciencia ante Dios, ha llegado a la convicción de que no está en condiciones de guiar adecuadamente la barca de Pedro. Seguir adelante, para él, no sería honrado. Se trata de una decisión de gran envergadura, que acogemos con fe a la luz de su ministerio, y que algunos se han apresurado a calificar como movimiento innovador. Ha sido un acontecimiento espectacular, pero no dramático. Un anuncio proclamado con serenidad, pero que sacude a católicos y no católicos, provocando sentimientos enfrentados de desconcierto y serenidad, temor y confianza. Un hecho inédito para la modernidad pero no para la historia de la Iglesia.
La renuncia hay que leerla a la luz de su Magisterio sobre la tarea del sucesor de Pedro. Interpretarla en el espacio que va desde sus palabras de comienzo de pontificado, grabadas en nuestra memoria y en nuestros corazones, «un simple y humilde trabajador en la viña del Señor», a las de conclusión, pronunciadas el pasado 11 de febrero, «perdonadme. Me retiro por el bien de la Iglesia». Benedicto XVI, está convencido de que otra persona puede desempeñar la función mejor que él. Una virtud reservada a los magnánimos de espíritu. A los hijos de Dios, que caminan con las sandalias de su libertad. A los que dan todo por el Todo. A quienes teniéndose a sí mismo en poco, valoran mucho a los demás. Solamente esta sabiduría, derivada de un profundo conocimiento, hace al ser humano verdaderamente humilde.
La humildad definió su ministerio. Humilde, casi esquivo. Caminando como si no quisiera molestar. Rechazando ovaciones. Sumiéndose, tanto en privado como en las celebraciones multitudinarias, en el silencio del misterio de Dios. Inclinando la cabeza, y no solamente sobre los libros. Entrando en varias ocasiones en la basílica de San Pedro por la puerta lateral de la Oración, para centrar la mirada de los fieles, no en su persona, sino solamente en Cristo. Llamando al recogimiento y al silencio a la multitud que lo esperaba semanalmente en la Plaza de San Pedro para escuchar sus sabias palabras. Una humildad que lo hace más grande. Sus enseñanzas teológicas han sido de gran talla. De gran peso la defensa de la identidad católica. Nadie como él ha cultivado las relaciones con los judíos. De infinita profundidad humana su testimonio como pastor. Ejemplar su obra de transparencia en seno de la Iglesia.
Ahora, deja el pontificado en pleno desarrollo del Año de la Fe, para que nosotros tomemos, bajo la guía del nuevo Sucesor de Pedro, la tarea concreta de promover y defender la fe, en esta sociedad moderna caracterizada por un relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos. Con estos primeros sentimientos de orfandad tenemos que defendernos como adultos de lo que él mismo denominó la «dictadura del relativismo».
Un relativismo reforzado por el desarrollo de la razón moderna, que afirma que el ser humano no puede conocer nada con certeza fuera del ámbito científico positivo. Sólo es racional aquello que es susceptible de experimentación y de formulación matemática. Un relativismo que deja fuera de toda consideración, por precientíficas o acientíficas, las grandes cuestiones de la existencia del hombre, los problemas de la ética y la estética, la metafísica y, sobre todo, el problema de Dios. Ante la imposibilidad de establecer normas con validez universal, todos los comportamientos son igualmente válidos. Esta cultura dominante erosiona la razón; renuncia a la verdad y la desprecia; califica de simplistas y arrogantes a todos aquellos que la buscan. Pero, la realidad, es otra. El hombre, en su sed de la verdad, continúa buscando incansablemente una respuesta exhaustiva a los interrogantes de fondo.
El relativismo se ha convertido en la nueva modalidad de la intolerancia. Hoy quien no es relativista parece presentarse como intolerante. Pensar que se puede comprender la verdad esencial es visto ya como intransigencia. Pero la verdadera arrogancia consiste en querer ocupar el puesto de Dios. Paradójicamente, el Papa que combatió con inteligencia y audacia el relativismo ha sabido relativizar su propia persona, y todo lo que ella significa para la catolicidad. Ha demostrado no estar aferrado al poder. La humildad es «caminar en la verdad». Toda una lección.
Al renunciar, no pensó en su gloria ni en las interpretaciones que otros, dentro y fuera de la Iglesia, hagan sobre esta renuncia. Ha decidido retirarse para vivir aquel evangélico illumo portetcrescere, meautemminui. Ha querido hacer realidad el ejemplo de los grandes hombres y mujeres de la Iglesia difundiendo la radical frescura de Jesucristo, irradiándolo y haciéndolo resplandecer a través de ellos. La realidad de los santos que, con su oración, pregonaban «¡que al verme, no me vean a mí, sino a Ti en mí!»
Joseph Ratzinger, Su Santidad Benedicto XVI, se retira al monasterio Mater Ecclesiae, en el corazón de los Jardines Vaticanos. La música de su propio piano y el agua que los pétreos dragones, testigos de la historia, derraman en la cercana Fontana del Aquilone le servirán de música de fondo en su meditación. Desde allí servirá a la Iglesia con su estudio y su plegaria silenciosa. Totalmente decidido a no perturbar la actuación de su sucesor.
Francisco Javier Froján Madero, miembro de la curia vaticana.