Su miseria, nuestra educación

Hay muchos libros que aspiran a explicar la historia reciente de España. Sin embargo, cada vez que intento reconstruir qué es lo que nos ha pasado desde el 92 hasta nuestros días no encuentro mejor documento que el análisis comparado entre dos volúmenes.

Son dos textos excelentes en su género y, sobre todo, son dos objetos que en su estudio comparado arrojan un testimonio rotundo, perfecto e incuestionable de la deriva que tomó nuestro país desde que se inició la etapa descendente de la Transición. Son dos libros tan buenos que lo explican todo sin ni siquiera tener que abrirlos.

Quien quiera entender qué es lo que nos ha pasado y cuándo empezaron a sentarse las bases del manicomio patrio pueden coger un libro de Historia de la Filosofía de COU de principios de los 90. Para que el experimento funcione les recomiendo que pongan al lado cualquier manual de la misma asignatura de este año.

Yo suelo escoger las dos mejores versiones que conozco de ambos textos, las de la editorial ANAYA, pero si tienen a mano cualquier otra edición es probable que el experimento funcione. No los lean, ni siquiera hace falta que los abran.

Quien esté interesado en conocer qué demonios nos está pasando que ponga juntos estos dos libros y que observe el grosor de cada uno de los lomos. Arquimédicamente podremos decir que lo que dista entre uno y otro es exactamente la dimensión de nuestra decadencia.

El libro de COU es un texto denso y formal en el que la casi total ausencia de imágenes demuestra el género literario al que pertenece. Es, si me lo permiten, literatura para adultos.

Y es que un país que asume que sus jóvenes de 17 años son capaces de digerir ese texto es un país que se toma a sí mismo en serio: en un año esos adultos ejercerían el derecho al voto y es razonable exigir a quienes van a hacer pleno uso de su ciudadanía que sean capaces de afrontar un documento semejante. Los manuales equivalentes en Formación Profesional eran exactamente iguales, que nadie se equivoque. Aprender a soldar era y es un ejercicio tan serio como memorizar las cinco vías de Santo Tomás.

Allí donde antes había textos completos hoy leemos destacados o pequeñas frases entre comillas; en lugar de afrontar con decisión la crudeza y aridez inherente al género —leer a Hegel nunca fue fácil— nos encontramos con imágenes, dibujos y diagramas destinados, sospecho, a fomentar el aprendizaje colaborativo.

Viendo el lenguaje infantil con el que el Ayuntamiento de Madrid, por ejemplo, nos advertía de que tirar papeles al suelo está mal, supongo que en no demasiado tiempo nos encontraremos con el ratoncito Pérez o con la Patrulla Canina enseñándole a los chavales de último año de instituto cuáles son las reglas del método de Descartes. Mientras tanto, nuestros profesores de enseñanza media —al igual que los excelentes autores de estos libros— intentarán amortiguar la transmisión de esta barbarie. Están, sin embargo, condenados a una labor heroica e imposible.

Este desmantelamiento civilizatorio resulta especialmente culpable cuando atendemos a las pretendidas causas que lo justificaron. La aparente vocación social que inspiró la LOGSE y que inauguró la jerigonza participativa, colaborativa e infantilizante es la peor trampa igualitaria que se haya perpetrado jamás.

Cuando un Estado establece unos contenidos obligatorios a sus estudiantes para la obtención de un título, el compromiso vinculante se asume en dos direcciones: no sólo se exige al alumnado adquirir ese conocimiento mínimo, sino que es el propio Estado el que se compromete a procurar las condiciones de posibilidad de ese aprendizaje. Cuando una reforma educativa rebaja su nivel de exigencia es el propio Estado el que falazmente alivia su compromiso formativo. Cada vez que oigan hablar de democracia en el aula hay un asesor aflojándose un agujero del cinturón.

La escuela es y debe ser siempre un lugar de resistencia. Por eso resulta tan dañino contemplar cómo la adaptabilidad de los curricula se somete al albur de los tiempos. No es la escuela la que debe someterse al mundo sino el mundo y la realidad la que deben transformarse a través de los valores que se hacen reconocibles en la formación pública. En el momento en que una imagen sustituye a un texto en cualquier espacio educativo estaremos, sencillamente, claudicando ante al dominio y la voracidad creciente de la iconofagia circundante.

Al frente de la nueva edición del desastre, nuestra ministra de Educación, Isabel Celaá, certifica con solemnidad que nuestros jóvenes podrán pasar de curso sin atender al número de asignaturas suspensas. Lo hace con una dicción perfecta, la propia y previsible de una niña nacida en Bilbao en el seno de una familia burguesa a mitad del siglo XX. Y lo hace, precisamente, exhibiendo esa condición invulnerable de aquellos para los que las políticas educativas no entrañan ningún riesgo para los suyos.

Los mínimos obligatorios en educación sólo afectan a quienes viven condenados a demasiados mínimos obligatorios. Las familias con recursos siempre se procurarán estrategias paralelas con las que garantizar una formación granítica para sus hijos.

Por eso es tan doloroso constatar cómo al abrigo de razones justas, sociales y meritocráticas se desmantela el único instrumento capaz de paliar la desigualdad no elegida. Lo recuerda con suma certeza Gregorio Luri cuando advierte que los pobres sólo tienen la escuela para dejar de ser pobres.

Por este motivo resultaba esencial que en la casa de cualquier bachiller, de Basauri a Barbate, hubiera un libro como aquel de Historia de la Filosofía de COU. Ese volumen era el único vehículo de acceso a Kant, a Aristóteles u Ortega para aquellos estudiantes y para aquellas familias. Y no hay elemento más diferenciador para el destino educativo de cualquier niño que el número de libros que se cuenten en su casa.

Quienes decidieron desposeer de aquel capital igualador a los más débiles custodian, a buen seguro, las obras completas de todo el canon en lustrosas estanterías de caoba. Ellos sí tienen a todo Platón en casa encuadernado en guaflex. Son los mismos que, por cierto, en la nueva y lesiva reforma educativa sacrifican la ética y las lenguas clásicas para hacer transversal la mediocridad. Y son unos miserables, porque sus hijos y sus nietos sí sabrán citar a Cicerón en latín mientras que a los niños de las Tres Mil Viviendas les ofrecen cooperación en el aula, cultura visual y otras formas de chatarra.

Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *