Suárez confidencial

Tengo en mi despacho dos fotos, una de Adolfo Suárez y otra de S. M. el Rey, con sendas dedicatorias cariñosas de su puño y letra. No oculto mi orgullo porque los dos son para mí referencia fundamental de la restauración democrática, la pacificación y la recuperación de la concordia entre los españoles.

Conocí a Adolfo Suárez en los prolegómenos de su investidura como doctor honoris causa por la Complutense. Yo era rector entonces y aquella memorable mañana del 26 de mayo de 2006 tuve el honor de pronunciar la laudatio en la ceremonia del Paraninfo de San Bernardo en presencia de SS.MM. los Reyes. La escribí y la leí con el respeto, la admiración y el cariño que profesaba al presidente. Los años no han erosionado el recuerdo de lo que me dijo cuando, al bajar del estrado, nos dimos un abrazo: «Me habéis devuelto la vida». Un exceso con el que agradecía aquel noble empeño de recuperar su figura, recordar su legado y expresarle la gratitud debida.

Así comenzó la amistad con la que me honró. Me presentó cuando di una conferencia en el club Siglo XXI, vino a comer y cenar varias veces al rectorado y yo fui a cenar a su casa: «Ven hoy, que Amparo se encuentra bien». Aquellas veladas se prolongaban hasta altas horas de la madrugada. Suárez comía poco, no bebía, fumaba bastante y hablaba mucho. La amistad propicia la confidencia y por su voz supe de su vida, de sus hechos y de sus motivaciones. Me ha frenado el pudor para dar noticia de aquellas conversaciones; pero quiero creer que esta imprevista voluntad de hacerlo ahora es, más que una infidencia, una obligación sobrevenida. También una manera de contribuir a que la suposición no suplante al testimonio.

Suárez me contó los avatares de su nombramiento, su primera entrevista con el Rey, sus arduos comienzos, algunos de sus errores, y muchas, muchas otras cosas. A su lado, Amparo opinaba, y algunas veces estuvieron presentes sus hijos Adolfo y Marian. Cuando Amparo murió visité a Suárez, y me eligió el azar para presentar a un todavía poco conocido Zapatero al presidente y a su familia.

Suárez fue mi maestro de historia contemporánea española. Hablaba de memoria, una memoria que recordaba los detalles más pequeños de sus vivencias diarias y que también trasladaba al papel: «Yo todos los días escribo al menos diez minutos antes de acostarme», me decía mientras señalaba el archivador que almacenaba esos papeles.

Como ni soy historiador ni quiero ser indiscreto, solo para mí quedaron las confidencias que me hizo Suárez. Y así tiene que ser, porque solo para mí hablaba. Para un amigo y no para un cronista. Aunque algunas cosas debo decir ahora. Al menos dos veces me narró con detalle los episodios del 23 de febrero, una en su casa y otra en la mía, en presencia de una docena de amigos. Su evocación trascendía las múltiples anécdotas vividas en aquel día singular e incorporaba su interpretación de los acontecimientos y el análisis del contexto.

Mi amigo Javier Tusell decía que «todo demente debe estar localizado». Yo creo que no solo los dementes, lo cual puede ser trabajoso considerando su número, sino también los enemigos. Suárez los tenía perfectamente localizados. Los que más le dolían eran algunos de sus colaboradores que, con el tiempo, mellaron su figura y fomentaron su acoso. Su mayor prevención la reservaba para ciertos generales que impugnaban su gestión, lo tildaban de traidor a ciertos ideales y percibieron como ultraje decisiones como la legalización del PCE. Me habló sobre todo de Miláns del Bosch, con quien tuvo un serio encontronazo en Valencia cuando el general no acudió a recibirlo. Aunque experimentó también la caricia del desagravio cuando, no sin cierto recelo, presidió un desfile de las tropas de aquella Capitanía General, que marcharon ante él con marcialidad, orden y disciplina. No menos disgusto le suscitaban algunos prelados de la Iglesia más conservadora de aquellos años.

Abandonados el poder y la vida política, todavía tuvo que sufrir la vejación de quienes le negaban la paz en la iglesia durante la misa a la que acudía. A él, que era de profundas convicciones religiosas. Así fueron las cosas y así las recordaba: muchos de sus colaboradores erosionaron su figura, los sectores eclesiásticos y de la sociedad civil más conservadores alentaron la sedición contra él y los militares golpistas la perpetraron.

Consideré un privilegio propio de la confianza que Suárez me hablara sin reservas. Tengo motivos para saber que no las tuvo conmigo. Lo que nunca me dijo, sino al contrario, es que S. M. el Rey hubiera alentado o participado en el golpe militar. Cuando le aplaudía la gallardía de quedarse sentado en el escaño, me decía: «No me tiré al suelo, aunque cuando me sacaron de la sala y me subieron a una mesa temí por mi vida; pero traté de mantener la dignidad. Pero el Rey hizo todo lo demás». Suárez admiraba al Rey y sentía, además, el impulso de la gratitud a quien debía la ocasión que le permitió desplegar su gran proyecto. Siempre trató de preservarlo con el mayor nivel de prestigio que permitían las circunstancias. Y el Rey le correspondió con el mismo respeto y aprecio. Hicieron juntos la Transición y juntos afrontaron los indeseables sucesos del 23-F. Ese es el testimonio que me transmitió siempre Adolfo Suárez y el que me siento obligado a difundir.

Cuando el día de la investidura honoris causa, tras el abrazo a Suárez, me dirigí a la mesa presidida por el Rey, su Majestad me felicitó por el reconocimiento académico «a uno de mis grandes colaboradores y uno de mis mejores amigos».

Rafael Puyol, exrector de la Universidad Complutense.

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