Sucedió en Godhra

La llama prendió en Godhra, en el estado de Gujarat y a 450 kilómetros al norte de Bombay, el 27 de febrero del 2002. Cincuenta y ocho hindúes, entre ellos muchas mujeres y niños, fueron quemados vivos en el incendio de dos vagones de tren repletos de radicales hinduistas que regresaban de la ciudad santa de Ayodhya, centro de una vieja y violenta disputa hindú-musulmana. Las autoridades locales, pertenecientes al partido nacionalista hindú Bharatiya Janata Party (BJP) o Partido del Pueblo de la India y que por aquel entonces también ostentaba el poder en el Gobierno del país, acusaron a jóvenes musulmanes de provocar el incendio del convoy, en un extremo que es foco, todavía hoy, de una agria disputa político-judicial en el país. Lo que aconteció en Gujarat los días inmediatamente posteriores al incidente de Godhra es una mancha indeleble de vergüenza y sangre que en jornadas tristes como la del miércoles se hace especialmente visible sobre la mayor democracia del mundo.

Armadas con machetes, censos electorales y muchos litros de gasolina, hordas de fanáticos hindúes arrasaron barrios musulmanes de ciudades y pueblos de la región en un estallido de violencia que se saldó, según los datos oficiales del Gobierno nacionalista hindú de Gujarat, con un millar de muertes, aunque esta cifra sigue siendo contestada por organizaciones nacionales e internacionales que elevan la cifra a dos millares, la mayoría musulmanes. Se habló de disturbios, presuntamente instigados por una instintiva y descontrolada sed de venganza. En realidad, la violencia no tuvo nada de espontánea, más bien se trató de un pogromo en toda regla; concienzudamente planificado; monstruoso y brutal. Violencia sádica perpetrada sobre víctimas inocentes bajo el amparo, cuando no, en ocasiones, participación, de policías y políticos locales.

Los atacantes, pertenecientes a organizaciones fundamentalistas muy estrechamente vinculadas al BJP, se enzarzaron en la destrucción sistemática de santuarios musulmanes. Especialmente graves fueron las ignominiosas vejaciones a las que fueron sometidas las mujeres. Los ataques causaron, además, decenas de miles de desplazados, que fueron habilitados temporalmente en insalubres campos de refugiados. De la gravedad de los hechos da cuenta la denegación sistemática por parte de las autoridades norteamericanas, y bajo acusaciones de violación de las libertades religiosas, de un visado de entrada a Narendra Modi, uno de los políticos más influyentes de la India actual y aún hoy ministro en jefe de Gujarat.

Durante el pogromo, ni el Gobierno de Gujarat ni el Gobierno central hicieron nada para impedir las masacres. Al contrario, más de un centenar de musulmanes fueron detenidos bajo una ignominiosa ley antiterrorista aprobada hacía poco por el Gobierno de Delhi. Tuvieron que transcurrir varios años para que la justicia empezara a llegar, a cuentagotas, a las víctimas, en forma de compensaciones y sentencias judiciales para algunos de los perpetradores de la masacre. Sin embargo, muchas de las víctimas siguen hoy sin ser rehabilitadas. Y además, el daño ya estaba hecho; el fracaso sistemático del Estado indio en contener la agresividad del nacionalismo hindú y la indulgencia ante las atrocidades acontecidas no solamente en Godhra, sino también en otros episodios de violencia anteriores, contribuyó a la manifiesta radicalización y activismo renovado de sectores marginales de la población musulmana del país. El marco de tensión propicio para que grupos terroristas yihadistas con base en Pakistán, en estrecha colaboración con elementos de los poderosos servicios secretos paquistanís en su guerra perpetua contra la India, fueran tejiendo una extensa red de apoyos dentro de la India, nutriéndose de activistas de organizaciones integristas locales motivados por el rencor y su propia sed de venganza.

Así, con el horror de ayer y anteayer en Bombay, el terrorismo islamista en la India escala un peldaño más en la sofisticación (los objetivos mediáticos occidentales eran solamente cuestión de tiempo) de una ofensiva que durante los últimos tres años ha golpeado con una periodicidad casi matemática diversos rincones del país buscando, sin éxito, provocar estallidos de violencia interreligiosa, mermar el nuevo estatus indio de potencia emergente y descarrilar el proceso de paz indo-paquistaní por Cachemira.

Por otro lado, la implicación de elementos locales, ya sea en la preparación de los ataques o enrolados directamente en los comandos de asalto, constata, una vez más, la alienación de una minoría dentro de la minoría que suponen los 140 millones de musulmanes indios. Una realidad muy preocupante para un país que linda, en un marco de fronteras virtualmente porosas y corrupción sistematizada, con estados casi fallidos en cuyo interior, básicamente en Pakistán y en menor medida Bangladés, el fundamentalismo islámico sigue indoctrinando la yihad y, con ello, el odio al maltrecho genio de la India secular en un discurso de máximos que augura la reinstauración del poder musulmán de antaño en el subcontinente indio a cantidades ingentes de jóvenes.

Bernat Masferrer, profesor de Geopolítica India-Pakistán de la Universidad de Barcelona.