Suelos y techos después del 20-N

¿Son tan transparentes los resultados electorales del pasado 20 de noviembre como a primera vista parecen? Sin duda lo son en cuanto al poder que inmediatamente reparten. Pero, aparte de ello, en una elección se ventilan otras cuestiones que atañen al futuro menos inmediato. ¿Qué nos dicen al respecto las recientemente celebradas?

Se discute mucho en estos días acerca de los suelos y los techos respectivos de los dos partidos principales. Llama la atención el que con un derrumbe tan aparatoso del suelo electoral del PSOE, el techo del PP se haya elevado mucho menos. En efecto, el PSOE ha conseguido esta vez apenas un 20,3% del voto sobre censo -todas las referencias que siguen se refieren al voto computado en la noche electoral; si incluimos el voto de los residentes ausentes, dada la insignificante participación registrada tras la reforma de la Ley Electoral al respecto, el suelo sería aún más bajo- que es la penetración electoral bruta más baja de todo el periodo democrático. Hasta en 1979, cuando la participación fue incluso menor que ahora, los votos del PSOE (un 30,4% del voto válido) supusieron una proporción ligeramente mayor del censo (20,4%). También toca suelo en la métrica de uso más común, el porcentaje sobre voto válido, puesto que hasta esta ocasión (28,7%) su porcentaje más bajo había sido el 29,3% que consiguió en 1977.

Por su parte, el PP alcanza también su techo en las dos métricas relevantes: el 44,6% del voto válido supera en una décima su anterior techo de 2000, y el 31,5% de voto sobre censo es superior en medio punto a su resultado de 2000.

Ahora bien, al margen de esta relación de suelo y techo con sus respectivos mínimos y máximos históricos, lo que más importa es cómo se relacionan con la elección anterior. Y en esa dimensión, el contraste de las respectivas elasticidades resulta aun más llamativo. El PSOE ve comprimida su cuota electoral bruta un 38%, mientras que la del PP se expande un 5%. En términos de cuota neta, la compresión del PSOE es del 34% y la expansión del PP del 11%. De todo ello resulta la contracción en más de 10 puntos porcentuales (un 12,4%) de la cuota acumulada de los dos partidos.

¿Cómo hay que entender esta asimetría? Algunas interpretaciones en clave ideológica apuntan a que el votante de la derecha es más tolerante con el partido que la representa, mientras que el de la izquierda sería más exigente. Con más base empírica, teorías como la que elaboró (y parece estar en trance de rectificar) el economista César Molinas en torno a la izquierda volátil apuntan a que cierto voto de izquierdas cuesta más de mover (y de fijar para el PSOE) de lo que le cuesta al PP encolumnar electoralmente a la derecha. Pero el propio Molinas -a la vista de la evidencia- admite ahora que también la disputa por el centro entre el PSOE y el PP (más UPyD, como nuevo jugador en ese espacio) puede ser más determinante ("La izquierda sigue decidiendo, pero...", EL PAÍS, 23 de noviembre).

El quid de la cuestión está en el mensaje que el resultado electoral envía en cuanto a la relación de los respectivos soportes electorales de la izquierda y la derecha en la medida en que algo querrá decir sobre la vigencia (o falta de ella) de ese eje como fractura política esencial. Y en ese sentido, lo primero que salta a la vista es que las dos formaciones de izquierda de ámbito nacional (PSOE e IU) suman en este proceso apenas el 35,7% de los votos válidos. Es, de largo, el peor resultado histórico de la izquierda en el ciclo democrático, pero lo más llamativo es que -con la excepción de 2000, en que la suma de estos dos partidos descendió al 39,6% del voto válido- en todos los demás procesos entre 1986 y 2008 esa suma era prácticamente la k de los resultados, una constante electoral, puesto que apenas se movió en todos esos años: el máximo fue el 48,7% de 1986 y el mínimo el 47,5% de 2004.

Parecería pues que, conforme al conventional wisdom, la izquierda padece más que la derecha el absentismo electoral (y, por ello, sus peores resultados coinciden con los episodios de baja participación, especialmente 2000 y 2011), lo que daría algún apoyo a la teoría de Molinas en su versión original. Pero, sin duda, es más importante lo segundo (a su vez, aval a la teoría revisada del economista), a saber, que la porosidad electoral entre la izquierda y la derecha ha aumentado significativamente en esta elección.

En efecto, según mis cálculos -revisables, naturalmente, cuando dispongamos de encuestas poselectorales- el trasvase de votos del PSOE al PP ha rondado en esta ocasión el millón de sufragios, algo más de lo que estima Molinas y algo menos de lo que calcularon Toharia, Ferrándiz y Llobera de acuerdo a los datos de Metroscopia (Fidelidad y fuga, EL PAÍS, 27 de noviembre). Y no solo eso. Siempre según mis cálculos, más de 500.000 de los nuevos votantes de UPyD eran votantes del PSOE en 2008 (este fenómeno se comprueba de forma muy gráfica en Madrid, donde UPyD ha pasado de tener sus mejores resultados en distritos y municipios de fuerte hegemonía del PP a conseguirlos justamente en aquellos donde el PSOE es relativamente más fuerte). Es decir, que el PSOE habría cedido a su derecha relativa casi el 15% de los votos que tuvo en 2008.

Lo que no solo implica que, en efecto, la porosidad del voto socialista ha sido más alta que nunca, sino que además ese giro del voto se ha producido en unas condiciones económicas y sociales extremadamente tensas, y asociada con una abstención que -sin ninguna duda- ha percutido mucho más sobre los anteriores votantes del PSOE que sobre cualesquiera otros. Dicho de otra manera: que para una amplia franja de su base electoral no ha funcionado en absoluto la idea-fuerza de la peleona campaña de Rubalcaba, la del PSOE como único garante del Estado de bienestar.

A partir de todos estos elementos, ¿es cierto, como apuntan algunos, que entramos en un ciclo de baja competitividad, es decir, que el PP se ha "ganado" al menos dos legislaturas con sus resultados (y, sobre todo, con los del PSOE) del 20-N? Sería temerario afirmarlo. Los elementos de excepcionalidad de esta última cita electoral (especialmente la generalizada percepción de una desastrosa gestión de la crisis por parte del Gobierno anterior) obligan a la cautela.

Pero de todo lo anterior, lo que me parece más importante por sus implicaciones de futuro, especialmente para el PSOE, es una revisión crítica de su posicionamiento espacial. Me ha llamado la atención en ese sentido que Juan Moscoso (Proyecto, credibilidad y partido, EL PAÍS, 15 de diciembre), en un análisis por lo demás de muy buena factura sobre el descalabro del PSOE, afirme que la derrota socialista se ha producido "sin trasvase de votos significativo a la derecha". Si no se empieza por ver dónde está la herida, la venda se puede poner donde no sirve de nada. Es cierto que la izquierda en toda Europa sufre un cierto proceso de crisis de identidad, pero de ahí no se deduce necesariamente que toque a la socialdemocracia un giro a la izquierda. Si algo demuestran estas elecciones, en lo que al campo de la izquierda se refiere, es que el mensaje de siempre ya no llama a los de siempre.

Por José Ignacio Wert, sociólogo. Este artículo fue escrito y enviado a EL PAÍS antes de su nombramiento, el pasado miércoles, como ministro de Educación, Cultura y Deporte en el Gobierno presidido por Mariano Rajoy.

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