Sueños dorados, amargo despertar

En un reciente viaje a Gran Bretaña contemplé en la BBC un debate sobre las secuelas del Brexit, la polémica sobre Gibraltar, la lamentable situación del Servicio Nacional de Salud, las carencias en educación pública y el deterioro de las infraestructuras de comunicaciones metropolitanas y ferroviarias, sometidas a una errónea política de liberalización. Estas tres últimas son resultado de los recortes conservadores tras años en el poder. Los espectadores recriminaban a la BBC que se hubiese convertido en vocera de las tribulaciones del Brexit. Desconcierta que un segmento de la sociedad, los de mayor edad, muestre reacciones epidérmicas en contraste con su flema proverbial. Quizás se deba a la dulce fascinación que produce proyectarse hacia el futuro meciéndose en un pasado imperial.

Hasta 1914, la economía mundial estuvo dominada por Gran Bretaña, el corazón financiero y comercial de las transacciones internacionales latió en la City, y las inversiones exteriores y la marina mercante británicas se enseñorearon del mundo. La Gran Guerra marcó el declinar del imperio, pero el hundimiento definitivo se produjo cuando la esterlina abandonó formalmente el patrón-oro. Mediante la Gold Standard Act, y para detener la sangría de reservas, Gran Bretaña suspendió los pagos en oro e introdujo controles de cambio directos el 21 de septiembre de 1931. Como señaló Jean Denizet: “para los padres de las personas de mi edad, el derrumbe de la libra en 1931 fue el derrumbe de un mundo” (Monnaie et Financement, Dunot, 1967, p. 206).

A diferencia de lo ocurrido con otros, el hundimiento del imperio británico no supuso para los ingleses un esfuerzo de adaptación al nuevo mundo, ahora señoreado por los americanos. Los lazos coloniales y la preservación del inglés como lingua franca alimentaron el espejismo de seguir siendo una potencia imperial. En 1973, Gran Bretaña se adhirió a las Comunidades Europeas, y en octubre estalló la primera crisis del petróleo, produciendo un largo periodo de turbulencias económicas, financieras y monetarias, el peso del Estado en la economía disminuyó, y la productividad enmudeció. Esta coincidencia secuencial de hechos independientes se produjo tras la entrada en la CEE, pero no fue su consecuencia directa. Al establecer dicha relación causa-efecto, los ingleses cayeron en la falacia de evidencia post hoc ergo propter hoc: ocurre después de esto, luego es su consecuencia.

Cuando en 2019 se aplique el Brexit, este sueño dorado podría convertirse en un amargo despertar a la recesión económica. El PIB del último trimestre ha crecido más de lo esperado, pero la tasa de ahorro ha disminuido, algo habitual en las fases iniciales del ciclo debido a la descompresión de la demanda, habitualmente reprimida en la fase recesiva. El problema reside, ¡ay!, en que la economía inglesa se encuentra en la fase madura. Además, las llamaradas de los precios inmobiliarios alertan sobre una posible burbuja como en 1978, 1988-89 y 2002. Desde 2014, los precios de las viviendas han crecido un 8 %. Algunos expertos opinan que tendrían que alcanzar un crecimiento real del 17 % para que se produjese una burbuja. Sin embargo, dudan que puedan crecer mucho más debido a la menor demanda esperada por parte de los inmigrantes tras el Brexit.

Pero si los precios reales no han superado el pico anterior, los precios nominales sí que lo han hecho (Dallas Fed Housing Database, 2017). Si a esto añadimos el contragolpe inflacionario de la depreciación de la esterlina, la economía británica se podría estar recalentando y creciendo por encima de su potencial y se situaría en la antesala de la recesión, como en 1990-91 y 2008-09. Pero esta vez, se enfrentaría a un contexto internacional de elevada incertidumbre y a posiciones aislacionistas entre los principales actores internacionales.

El adelanto de las elecciones a junio perseguía evitar que May tuviera que ir a las urnas en 2020, justo cuando las consecuencias del Brexit pudieran ser más palpables. Sin embargo, los ciudadanos británicos le han negado una mayor estabilidad parlamentaria para liderar las negociaciones, como pretendía. Ahora, la exigua mayoría con la que cuenta podría hacer descarrilar sus planes justo al inicio de la negociación.

En cuanto al nudo gordiano del Brexit, un estudio del Parlamento Europeo indica que los trabajadores nacionales de la UE-27 contribuyen más a la economía de Gran Bretaña que lo que cuestan (Brexit Implications for Employment and Social Affairs: Facts and Figures, 2017). Cierto es que pertenecer a la UE nunca fue un juego de suma cero, tampoco lo será la salida, pero no se han calibrado las consecuencias del Brexit con una economía deprimida en 2019-2020. En un escenario recesivo, las negociaciones se endurecerán y, aunque a nadie beneficie un Brexit duro –menos aún, a España–, deberíamos ir derecho al toro si los ingleses lo plantean así. Sería algo comprensible, claro, pero nunca deberíamos ceder a costa de nuestros intereses nacionales y europeos.

Manuel Sanchis i Marco es profesor de Economía Aplicada de la Universitat de València. Su último libro lleva por título El fracaso de las élites. Lecciones y escarmientos de la Gran Crisis, Pasado & Presente.

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