Suicidarse sin quererlo

¿Se está suicidando la democracia española? No, si por suicidio se entiende la cesación repentina de la vida, obrada por propia mano. Sí, en la segunda acepción del DRAE: «Acción o conducta que perjudica o puede perjudicar muy gravemente a quien la realiza». En este sentido atenuado, nuestra democracia se está suicidando: el comportamiento de los partidos y el bloqueo político amenazan con provocar un deterioro quizá irreversible de las instituciones. Permítanme, a continuación, un breve excurso por la gramática. No solemos decir que alguien se suicida contra su voluntad, sino que «se mata» por accidente. Tal ocurre con el que estampa su coche contra un árbol, o ingiere un matarratas confundiéndolo con un tónico para la garganta. La noción de «suicidio indeliberado» encierra, en fin, un oxímoron, con una excepción: que el suicida, en lugar de ser una persona física, lo sea colectiva o moral, según entienden esta palabra los jurisperitos. El punto es esencial. Cuando los agentes son muchos, no tienen más remedio que fiar la resolución de los conflictos a lo que determinen una serie de reglas fijadas ex ante. Puede suceder entonces que las reglas, aplicadas sin seso, favorezcan solo a un subgrupo dentro del grupo, o, en el límite, no favorezcan a nadie en absoluto. En este caso extremo, no sería inexacto afirmar que el grupo ha adoptado una conducta suicida.

Suicidarse sin quererloApliquemos la fórmula a una democracia. La democracia adopta decisiones, verbigracia, promulga leyes, en un contexto complejo en que intervienen muchos actores: jueces presumiblemente independientes, políticos presumiblemente sensatos, medios de comunicación veraces. Cada actor ha de atenerse a su papel, y operar además en congruencia con el espíritu de la Constitución. A través de este mecanismo social los objetivos se discuten, se concilian, y finalmente se realizan. Si por ventura el mecanismo se descompone o se gripa, la democracia cesa, incluso contra la voluntad de todos y cada uno de sus miembros.

Tal es el trance, me temo, en que hemos ingresado los españoles de un tiempo acá, especialmente durante los últimos dos años. Están fallando agentes claves dentro del proceso democrático, y de resultas, no están desempeñando las instituciones el papel que de ellas se espera. Empecemos por Sánchez. Este se instaló como presidente a través de una confusa moción de censura y, faltando a su palabra, no disolvió la Cortes para convocar elecciones, sino que se acantonó en el poder esperando a que las urnas le fueran propicias. Explicó con claridad meridiana por qué no quería juntarse con Podemos, tras de lo cual, en veinticuatro horas mal contadas, improvisó un gobierno de coalición que sus manifestaciones anteriores obligaban a condenar de antemano. Declarado cesante el principio de contradicción, siguió saltando de una cosa a su contraria: haber apoyado el artículo 155 no fue óbice para que abriera con los independentistas una mesa de negociación paralela al Parlamento, con el Gobierno de España a uno de sus lados, y un partido secesionista, y recalcitrante en su secesionismo, sentado al otro. A pesar de que actuaciones alarmantes, como la de resucitar la causa contra el rey emérito, ponen aire en las velas de los adictos a una visión conspirativa de la historia, no creo que Sánchez persiga la instauración de una dictadura bolivariana. Estas tentaciones son mucho más imputables a Iglesias. Prefiero adherirme a la hipótesis del caos: Sánchez no experimenta ningún respeto por la verdad y de añadidura practica un cortoplacismo poco compatible con una evaluación racional de costes y beneficios. Su pacto secreto con Bildu, cuya abstención no necesitaba, y el precio que estuvo dispuesto a pagar por ella, a saber, la derogación íntegra de la reforma laboral, siguen siendo, en rigor, incomprensibles. Una persona del perfil moral de Sánchez somete diariamente al Estado a pruebas de estrés que cualquier experto en resistencia de materiales no dudaría en calificar de peligrosas.

Nuestras dificultades se extienden más allá de un presidente inapto para el cargo. El Gobierno, como sabemos, está partido, y una de sus mitades, la podemita, no comprende, es más, no aprueba, la democracia constitucional y sus complejidades. Extramuros del Ejecutivo, nos tropezamos con una oposición igualmente dividida, e incapaz, por las trazas, de dar con el abracadabra de una política que no sea meramente reactiva. En este escenario en que todos son frágiles, todos están asustados, y nadie encuentra mejor remedio para disimular su miedo que emitir ladridos en vez de argumentos bien hilados, es imposible proceder con cordura. Acabaremos mal, salvo que se dé pronto un golpe de timón.

¿Qué podría corregir esta deriva desgraciada? Europa. Las imprescindibles ayudas europeas vendrán acompañadas de condiciones, condiciones que no son compatibles con el sistema de alianzas sobre el que se sostiene el Gobierno actual. Es demasiado pronto para hacer predicciones precisas, pero salta a la vista que la situación no será manejable a menos que se construya una nueva mayoría parlamentaria. O Sánchez se aviene con el PP (y viceversa), o nos deslizaremos hacia la anarquía y quizá la violencia. Tal vez esté orientado a iniciar este proceso, ojalá, el último desmarque de Ciudadanos. Pero Ciudadanos pesa numéricamente lo que pesa, es decir, poco. Si Ciudadanos no logra operar como una sinapsis entre el centro-derecha y el PSOE, sus movimientos se resolverán en nada, caso de que no añadan un nuevo matiz al desconcierto general.

Vuelvo a Europa. Resulta un tanto humillante que tengamos que buscar en agentes exteriores los recursos necesarios para redimirnos de nosotros mismos. Sin embargo, en esas estamos. Ningún español consciente, ni aun en la hipótesis de que la situación se enderece finalmente, debería olvidar los años de desgobierno, irresponsabilidad y tontería sectaria a que la clase política nacional se ha entregado desde la infausta moción de censura. Nuestro sistema de partidos ha funcionado muy mal. A fuerza de intransigencia y cálculos ojalateros, hemos concluido por sumergirnos en una democracia teratológica un poco a la manera en que el burgués gentilhombre de Molière hablaba en prosa: sobre la marcha y sin saberlo.

Álvaro Delgado Gal es escritor.

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