¿Suicidio demográfico?

Desde hace algún tiempo, los Gobiernos de los países desarrollados atienden con preocupación a las proyecciones demográficas de sus sociedades en las que cada vez se vive más pero se nace menos. Para unos Estados de bienestar ideados cuando las pirámides poblacionales eran claramente pirámides y no jarrones posmodernos, estas nuevas dinámicas crean no pocos problemas, desde la sostenibilidad financiera de los sistemas públicos de pensiones hasta las previsiones de aumento exponencial del gasto socio-sanitario. Si bien el proceso de envejecimiento es común a todos los países avanzados, en algunos, como España o Japón, está más acentuado por una esperanza de vida superior a la media y unas tasas de fertilidad extraordinariamente bajas. En este contexto, saltan las alarmas del suicidio demográfico y se precipitan las discusiones en torno a la necesidad de corregir un saldo vegetativo negativo con las políticas adecuadas. ¿Cuáles serían estas políticas? Son necesarias dos consideraciones previas.

En primer lugar, aunque las consecuencias directas del envejecimiento afectan a la organización social, económica y política de cada sociedad singular, el fenómeno, situado en su perspectiva global, adquiere un calibre bien distinto. En este mundo interconectado que habitamos, las dinámicas demográficas no pueden desligarse de la cuestión fundamental de la sostenibilidad ambiental. No sabemos cuántas personas caben en el planeta Tierra pero sí sabemos que revertir la sobreexplotación de los recursos naturales y la reparación de los ecosistemas dañados pasa por cambios profundos en las pautas de consumo, sobre todo del Norte y el control demográfico, sobre todo del Sur. El problema es en realidad mucho más de desequilibrios demográficos entre regiones que cualquier amenaza de extinción de la raza humana por su insuficiente reproducción.

En segundo lugar, el envejecimiento de la población es, ante todo, la historia de un éxito y no de un fracaso, en sus dos extremos. Por una parte, vivimos más años (y más años sanos) gracias a los avances médicos, mejoras en la dieta y en los hábitos cotidianos. Por otra parte, cuando las mujeres ganan en acceso a la educación, en autonomía financiera, en emancipación en definitiva, la fertilidad cae. Cuanto más nos alejamos de los estrictos corsés normativos de las sociedades tradicionales que pautan conductas y destinos, mayor es la autonomía sobre la toma de decisiones vitales. Para cada vez más mujeres (y hombres), no tener hijos es un ejercicio de libertad. En torno al 15% de las mujeres nacidas a finales de los años sesenta y durante la década de los años setenta no tiene hijos en Europa, con Alemania a la cabeza. Es probable que la proporción aumente cuando los países de Europa del Este y Central se sumen a esta tendencia. En los cálculos sobre maneras de incentivar la natalidad es importante comprender que en los horizontes vitales de muchas mujeres no figura el deseo de procreación, sin que esto obedezca a ninguna carencia.

Nos movemos por tanto en márgenes estrechos. Podríamos mañana convertirnos en Suecia, con su Estado de bienestar tan escorado hacia las familias, con sus permisos parentales generosos, sus servicios a la infancia universales y sus formas flexibles pero seguras de empleo y aun así no alcanzaríamos, como no alcanza Suecia, la tasa de reemplazo de 2,1 hijos por mujer. No hay ninguna evidencia que indique que las políticas natalistas consigan su objetivo, es decir, que animen a las mujeres en edad reproductiva a tener más hijos.

¿Qué políticas entonces? Deberíamos de empezar por adaptar los parámetros de análisis. Resulta paradójico que sigamos considerando población dependiente a las personas mayores de 64 años cuando la esperanza de vida se sitúa por encima de los 80. Urge plantear las políticas sociales mucho más desde procesos de interdependencia a lo largo del ciclo vital, con sus múltiples cruces y transiciones, y menos desde rígidas lógicas, cada vez más arbitrarias, de etapas biográficas que se abren y cierran. Dentro del escenario generalizado de baja natalidad, los países con los índices inferiores son aquellos en los que más persiste esa absurda disyuntiva del “cuidas o trabajas”.

Una buena política natalista podría centrarse en la emancipación de los jóvenes, en la precarización del empleo y en la socialización de los cuidados. Es, si acaso, un anhelo por un Estado de bienestar más inclusivo y cohesionador. Podríamos no ser más, pero probablemente seríamos más felices.

Margarita León es profesora de Ciencia Política de la Universitat Autònoma de Barcelona.

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