Sumar o perder

El seguro de vida de la coalición frentepopulista gobernante es la fragmentación del centro y la derecha, acentuada por la potencia disruptiva de Vox y el consiguiente efecto de bloqueo que provoca en una oposición consagrada de forma prioritaria a la pugna interna por el liderazgo. Sánchez está relativamente cómodo ante esa competencia entre sus adversarios, que lejos de resultar virtuosa llena de confusión a un segmento social frustrado por la derrota y por la imposibilidad de identificar una alternativa a medio plazo. La indiscutible habilidad del partido de Abascal para abrirse espacios con su discurso de guerra cultural y su estilo bizarro facilita además a la izquierda su simplista estrategia de asociar a todo el espectro liberal y conservador con la herencia de Franco, al que más que desenterrar ha resucitado para pasarse el mandato agitando su espantajo. En un clásico ejemplo de mutuo interés retroalimentado, el Gobierno amplifica el intenso y eficaz activismo de Vox a través de su enorme poderío mediático con el claro objetivo de disimular la radicalidad de su propio programa y de sus aliados, al tiempo que minimiza al PP y a Ciudadanos como comparsas de una ultraderecha más imaginaria que real a la que el aparato de propaganda oficialista concede un protagonismo sobredimensionado.

Ante este panorama, la reconstrucción del moderantismo -cuya fractura es el gran fracaso marianista, fruto directo de la pusilánime gestión de la crisis catalana- constituye la tarea prioritaria para la defensa de un modelo de sociedad y de nación amenazado por el proyecto en marcha de demolición de la bases constitucionales y de construcción solapada de un régimen de nueva planta. Será una tarea difícil y larga, que pasa por la providencia inmediata de una alianza parlamentaria táctica y la constitución de una plataforma electoral unitaria en la que como primer paso deberían agruparse las formaciones más templadas. Siendo realistas, Vox no va a entrar por ahora en ninguna operación que entienda destinada a solapar su identidad o impedir su crecimiento. Su meta a corto no es ganar al PSOE, sino superar al PP en espera de que los excesos ideológicos y políticos del bloque gubernamental aceleren su momentum: la acumulación de circunstancias que favorezcan su éxito. Tampoco es posible que su combativo planteamiento encuentre con el centrismo de Cs muchos puntos de consenso. La reducción de tres siglas a una parece poco viable sin un escalón intermedio en el que se agrupe el voto del liberalismo ecléctico, el que se reclama heredero del espíritu de la Transición y de su voluntad de concordia y entendimiento.

La convocatoria de elecciones en las llamadas comunidades «históricas» -País Vasco y Galicia esta primavera, Cataluña después del verano o cuando a Puigdemont le convenga- representa la oportunidad apropiada para tantear un proceso de convergencia que ya cuenta con la palanca de los gobiernos autonómicos que ambos partidos vienen compartiendo sin mayores problemas que los habituales en esta clase de matrimonios de conveniencia. Sin embargo, y pese a la aparente buena disposición a la unión de fuerzas, los demonios partidistas han comenzado a levantar barreras, a señalar impedimentos y pegas, a oponer a cada avance una rémora. La más significativa y complicada de ellas es la resistencia con que Núñez Feijóo se niega a ceder parcelas de su latifundio político en tierras gallegas.

Pese a que las encuestas vaticinan un resultado apretado, el líder del PP galaico se siente en condiciones de renovar su mayoría en solitario y desdeña cualquier clase de apoyo no solicitado desentendiéndose de la negociación nacional para armar un marco más amplio. Su órdago personal, acaso con la vista puesta en el papel de mayor rango que tuvo en la mano y rechazó hace dos años, asume un enorme riesgo de cálculo: los votos de Vox y de Cs pueden restarle algún escaño decisivo para la obtención de su cuarto mandato. Pero sobre todo plantea a la dirección de Pablo Casado una objeción directa sobre el alcance de su liderazgo frente al sistema de baronías con un poder territorial blindado.

Del modo en que se resuelva esta cuestión depende gran parte de las posibilidades de que el centro-derecha vuelva a constituirse en alternativa. Fórmulas hay para ello, desde un programa común a las listas compartidas. Pero la posición abierta de Ciudadanos, en plena reconstrucción tras su descalabro de noviembre, puede caducar si sus nuevos dirigentes se sienten rechazados con altanería. Es cierto que dos y dos no suelen sumar cuatro en política y que una porción de votantes centristas pueden pasar a la abstención por considerar al PP una mala compañía, pero incluso en ese supuesto -que Feijóo teme que opere en sentido inverso en Galicia- la coalición terminaría por producir a menor o mayor plazo una ganancia objetiva porque el liberalismo necesita una perentoria reducción de siglas que fortalezca su masa crítica. Si se pierde esta ocasión por falta de generosidad recíproca será complicado reproducirla cuando Cs decida reemprender su propia deriva. El fracaso proyectaría un mensaje demoledor de endogamia autocontemplativa, de incapacidad para salvaguardar los intereses generales y de subordinación a la pequeñez particularista. El electorado no perdonará semejante demostración de miopía.

Lo que está en juego es algo muy serio: la reconfiguración del equilibrio político perdido por el desplazamiento extremista de este Gobierno y por su correlato de una derecha populista que se abre hueco explotando con pujante audacia la orfandad y el desasosiego de unas clases medias sacudidas por una mezcla de rebedía patriótica, indignación y miedo. Esa polarización sólo puede romperse con una firme apuesta constitucionalista en la que los ciudadanos perciban opciones ciertas de éxito frente al separatismo disgregador, el cinismo sanchista y el rupturismo adánico de Podemos. Reconstruir ese proyecto ganador requiere esfuerzo y tiempo, pero también la determinación de empezar a hacerlo. Dos reveses electorales consecutivos deberían ser una razón suficiente para que PP y Cs comprendan que por separado van camino de un tercero. Y que entre sus votantes -y la mayoría de los de Vox, aunque les cueste reconocerlo- hay mucha menos distancia ideológica que la que los reflejos del partidismo sectario han interpuesto.

Ignacio Camacho

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