Cuando Francis Fukuyama publicó en la revista The National Interest su famoso ensayo ¿El fin de la Historia?, convertido en libro en 1992 ya sin los signos de interrogación, acertó relativamente en sus tesis al anunciar el triunfo de la democracia liberal, que se convertiría en el único paradigma global. El Muro de Berlín acababa de caer (1989), el comunismo estaba derrotado y desacreditado, y el liberalismo económico se hallaba pujante, impulsado por la cultura política anglosajona, claramente hegemónica en aquellas fechas.
El diagnóstico de Fukuyama fue contestado poco tiempo después por Huntington, quien alumbró su teoría del choque de civilizaciones también en un artículo, este publicado en 1993 en Foreing Affairs y convertido en libro al año siguiente. El modelo unívoco de aquel valía para Occidente, pero, como se han cuidado de recordar violentamente varias veces los islamistas, ha de competir con los de otras civilizaciones, concepto vidrioso que proviene de Spengler y que fue desarrollado por Toynbee.
La globalización ha abonado las conclusiones de Fukuyama, y la homogeneización política y económica de nuestro ámbito occidental es un hecho incontrovertible desde que Reagan y Thatcher exportaron la ortodoxia monetarista a todo el orbe. La propia Unión Europea aceptó en Maastricht la buena nueva liberal, y la unificación monetaria se hizo sobre las bases neoliberales del equilibrio presupuestario, la desregulación mercantil y la renuncia del Estado a participar en la producción de bienes y servicios.
Hasta la izquierda, con la tercera vía de Blair y el republicanismo de Zapatero, ha adaptado la vieja socialdemocracia a los nuevos cánones. La conversión de Occidente a estos nuevos dogmas ha ofrecido resultados fecundos: nuestros países han experimentado desde entonces la mayor etapa expansiva de la historia... que acaba de truncarse con la que pasará a los anales del siglo XXI como la gran crisis del 2008.
Grandes preguntas se agolpan en medio de la incertidumbre y el desconcierto de esta hora: ¿Qué ha ocurrido? ¿En qué nos hemos equivocado? ¿Cuál debe ser la senda de la rectificación?
Las respuestas ya están ahí: lo que ha sucedido no ha sido el fracaso de la democracia liberal, sino el resultado de un planteamiento extremo y equivocado de la misma. Lo ha explicado con mano diestra Manuel Castells: "Sus raíces de la crisis están en la desregulación de las instituciones financieras que fue acelerándose desde 1987. Surgió un nuevo sistema financiero que aprovechó las tecnologías de la información y la comunicación para innovar sus productos y generar una expansión sin precedentes de los mercados de capitales. Se afanó en transformar cualquier valor, actual o potencial, en activos financieros, rentabilizando tanto el tiempo (mercados de futuros) como la incertidumbre (mercados de opciones) y procediendo a la titularización financiera (securitization) de cualquier tipo de bienes y servicios, activos y pasivos financieros y de las propias transacciones financieras".
Aquel proceso dio resultados exuberantes al principio. Pero los viejos mecanismos de supervisión y control fueron pronto incapaces de adaptarse a la vertiginosa evolución de los mercados financieros, y el ultraliberalismo de los neocons norteamericanos no ha creído necesario corregir el desfase. Las consecuencias a la vista están: los abusos de las hipotecas subprime han puesto de manifiesto la degradación del sistema, que ha comenzado a hundirse. Y el Estado ha tenido que salir en socorro de las instituciones en crisis para evitar que el estallido acabara afectando a toda la estructura económica y social.
Todo apunta a que la democracia liberal del futuro será mucho más templada, ya que se ha reconocido en la práctica la necesidad de mantener un Estado regulador y supervisor, por ahora en lo tocante al sistema financiero, pero no hay razones para creer que ese papel no deba extenderse a otros ámbitos (el mercado de trabajo, por ejemplo). Quienes han propugnado con osadía la conveniencia del Estado mínimo claman ahora por endosar al ámbito público la reparación del desaguisado. En definitiva, hay que obtener una síntesis entre los criterios liberales que reconocen las bondades de la mano invisible del mercado y los principios más complejos que otorgan al Estado un cierto papel, y no solo regulador y supervisor: también orientador y, cuando sea preciso, interventor. Nadie podía pensar hace apenas un año que los estados occidentales tendrían que garantizar los ahorros de los ciudadanos para ponerlos al resguardo de las quiebras bancarias.
El viejo concepto extremo de democracia liberal, que evolucionó en los noventa hasta el llamado consenso de Washington, debe revisarse con espíritu pragmático y convicciones claras: el Estado no puede ni debe sustituir al mercado, pero este ha de avanzar ordenadamente. Y los intereses generales tienen que quedar resguardados. En el fondo, la idea coincide con el viejo criterio de supeditar la economía a la política. No se trata, es obvio, de regresar a viejas prácticas periclitadas, sino de buscar y lograr nuevos equilibrios en los que la espontaneidad mercantil y la inteligencia vayan de la mano.
Antonio Papell, periodista.