Superar la crisis: retos pendientes

En estos días van despejándose algunas dudas sobre la economía española en 2014 y 2015, dudas generadas por el impacto que tendría sobre las exportaciones la débil coyuntura actual de nuestros principales clientes: casi todos los europeos, muchos iberoamericanos y algunos asiáticos de gran dimensión. Sin embargo, por ahora ese impacto parece relativamente limitado, pues en el tercer trimestre de 2014 el PIB español aumentó un 0,5% en términos reales cayendo sólo una décima respecto al trimestre anterior, que fue el de más alto crecimiento desde principios de 2008. Podría ocurrir también que el crecimiento de la producción en el cuarto trimestre de este año fuese sólo del 0,4%, cayendo otra décima más. Pero, incluso aceptando esa nueva caída, el aumento real del PIB para el conjunto de 2014 acabaría situándose en las proximidades del 1,3%, similar al pronosticado por la UE.

Respecto a 2015, si la recuperación europea comenzase pronto y no existieran otras circunstancias negativas interiores o exteriores, el crecimiento de nuestro PIB podría situarse en un 1,7-1,8%, como ha anticipado la UE. La rebaja del impuesto sobre la renta a primeros del próximo año podría añadir algunas décimas a ese crecimiento, lo que no hace improbable un aumento del PIB del 2% para 2015. Crecimientos del 1,3% en 2014 y del 2% en 2015 fundamentan los Presupuestos del Estado y prueban la existencia de una clara recuperación, fruto de los esfuerzos y sacrificios de los españoles y de la buena política económica de su Gobierno.

Pero lo que deberíamos comprobar es si hemos superado la crisis, porque no merece el esfuerzo debatir sobre décimas de crecimiento a 14 meses del final del próximo año. No son tan precisas las estimaciones económicas. Esa superación no se va a reflejar en décimas sino en cambios importantes en la producción, en su necesaria sostenibilidad en el tiempo y en sus relaciones con el bienestar de los ciudadanos. Por eso, los grandes retos con los que la crisis todavía nos enfrenta se encuentran en la necesidad de modificar la estructura de nuestro sistema productivo; en el camino elegido para su financiación y en sus posibles efectos sobre el empleo.

La estructura de nuestra producción debería asentarse más firmemente sobre la industria y el sector primario. Desde el inicio de la crisis este último ha mantenido un peso respecto al PIB próximo al 2,5%, lo que resulta bastante reducido para nuestra larga tradición agraria, mientras la construcción ha perdido casi seis puntos de peso relativo al quedar finalmente en un 8,5%, nivel más que suficiente cuando sobran viviendas y disminuye la población. Pero el peso relativo perdido por la construcción no ha sido recuperado ni por la industria, que ha perdido 1,2 puntos durante la crisis, ni por el sector primario que, como ya se ha visto, se ha limitado a mantener su posición relativa. Se ha ganado exclusivamente por el sector servicios.

NO TIENE sentido debatir respecto a industria o servicios, porque en todos los países avanzados los servicios lideran la producción con peso creciente. Además, cada día están menos claras las fronteras entre estos sectores. Pero tanto nuestra industria, con un peso relativo de poco más del 17% del PIB, como nuestro sector primario, en el entorno de un 2,5% de esa magnitud, deberían ganar posiciones relativas para coadyuvar con fuerza al crecimiento de las exportaciones, porque ese crecimiento depende más de los bienes que de los servicios. Así, mientras la exportación de bienes se sitúa hoy algo por encima de un 23% del PIB español, la de servicios, incluidos los turísticos, suma menos del 10%. En los últimos 10 años las exportaciones de bienes han ganado más de seis puntos de porcentaje en peso relativo dentro del PIB, mientras que las de servicios sólo han ganado poco más de un punto. Por eso el crecimiento de las exportaciones tendría que basarse en una industria mucho más potente y en un sector primario, agricultura incluida, más voluminoso y competitivo. Además, más exportaciones darían lugar a mayor ahorro siempre que las rentas generadas no se esterilizasen en importaciones de bienes de consumo. Más exportaciones y más ahorro invertido en actividades directamente productivas y es lo que necesitamos para que crezcan más rápidamente producción y empleo.

Para que las exportaciones aumenten se necesitarán mejores precios, más altas calidades y, en muchos casos, más atractivos diseños, aparte de que los empresarios busquen más mercados en el exterior. Sin embargo, hasta ahora muchos de los éxitos de nuestras exportaciones se han basado en precios más reducidos generados por aumentos de la productividad debidos a un menor empleo. En adelante deberían fundamentarse en calidades, porque poco recorrido les queda ya a los ajustes por costes laborales y empleo, salvo que se decidiese una importante reducción de las cotizaciones sociales.

El aumento de las exportaciones debería venir, en consecuencia, por más y mejores bienes de capital aplicados a la producción. También por nuevas ideas y diseños, aunque ideas y diseños exijan de un trabajo más capacitado y de costes más elevados. Desde luego, por nuevas tecnologías, pero éstas suelen incorporarse a través de las nuevas inversiones. Por eso más inversión y mejor formación profesional constituyen variables básicas para impulsar un nuevo modelo productivo volcado hacia las exportaciones. Pero como las adquisiciones de nuevas viviendas, que mejoran el bienestar de sus usuarios aunque no sirvan para producir directamente otros bienes, también se consideran inversión, la que debería aumentarse es la de bienes de equipo y de construcciones industriales o de infraestructuras productivas, porque la solución no puede consistir en lanzarnos una vez más a la acumulación enloquecida de viviendas desocupadas. Por eso el ahorro de las familias debería dirigirse prioritariamente a financiar las cuantiosas inversiones directamente productivas que necesitamos y no hacia los inmuebles, como ha sido tradicional hasta ahora. Habrá que procurar también que los proyectos que se financien por ese ahorro sean los más productivos, para lo que los empresarios deberían implicarse fuertemente en su financiación, arriesgando más sus propios capitales y recurriendo menos al endeudamiento. Además, al estar España bastante endeudada exteriormente, la inversión resultaría más estable si se financiase por ahorro interior. De ahí que se necesiten instrumentos que impulsen ese ahorro, que ayuden a su colocación en activos financieros más que en inmobiliarios y que fomenten la capitalización de las empresas en lugar de su endeudamiento, lo que implica también impulsar las formas societarias de organización de los negocios frente a las puramente individuales. Habría que evitar igualmente que algunos aparentes estímulos fiscales -tipos reducidos para Pymes, por ejemplo- terminen constituyendo una trampa que impida el aumento de dimensión de las empresas. Tales serían las exigencias mínimas para una mejor financiación de nuestra economía.

Los efectos de todos estos cambios sobre el empleo serían muy beneficiosos. En primer lugar, porque los aumentos de productividad se generarían por los mayores capitales invertidos y no por la reducción del número de empleados. En segundo término, porque un crecimiento más rápido de la producción generaría ahora más empleo que hace unos años, pues los ajustes de plantillas y la reforma laboral han agotado prácticamente el colchón de empleo redundante que en épocas anteriores servía de amortiguador en auges y recesiones. Sin duda nuevos capitales y nuevas tecnologías exigirán de mayores cualificaciones y, generalmente, de menos empleos aunque bastante mejor pagados, pero eso no es incompatible con una población decreciente. Por tanto otra actuación urgente sobre el empleo debería consistir en alcanzar una extensa y eficiente formación profesional y, sin duda, un mejor control sobre sus fondos y la calidad de sus resultados.

Tres grandes retos y bastantes soluciones para superarlos. Muchas de ellas se encuentran en la parte todavía inédita de la reforma fiscal. La tarea sigue siendo ingente y hay que abordarla sin insistir en recetas de épocas distintas y problemas diferentes. Y sin temor ante sus consecuencias, que serán muy positivas pese a gritos, lamentos y presiones de quienes vean reducidas sus cómodas posiciones actuales.

Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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