A pesar de los indicadores positivos, la economía global sigue plagada de riesgos. Y como prácticamente cada uno de esos riesgos surge de desafíos estructurales, mitigarlos exigirá que los líderes piensen en el largo plazo. Desafortunadamente, no es algo que se vea demasiado hoy en día, particularmente en las democracias del mundo.
El problema reside en la desconexión entre los ciclos políticos y económicos. Un ciclo económico normal dura 5-7 años. Pero, según el McKinsey Global Institute, el mandato promedio de un líder político del G-20 ha caído a un mínimo récord de 3,7 años (comparado con seis años en 1946). Centrados en ganar la próxima elección, los políticos suelen implementar políticas que aportarán recompensas de corto plazo, aún a costa de un crecimiento o estabilidad de largo plazo.
Esta postura se ve ejemplificada en los crecientes déficits fiscales. En Estados Unidos, según la Oficina de Presupuesto del Congreso, el déficit presupuestario va camino a triplicarse en los próximos 30 años, de 2,9% del PIB en 2017 a 9,8% en 2047, debido a los efectos de los recortes impositivos y otras medidas en contra del presupuesto que fueron implementadas para seducir a los votantes (o, igualmente importante, para tranquilizar a los donantes). Esto mina la capacidad del gobierno para hacer inversiones con visión de futuro en áreas como la educación y la infraestructura.
En un contexto en que a los políticos, efectivamente, se los recompensa por su pensamiento miope, a las democracias occidentales les cuesta garantizar un crecimiento estable en el largo plazo, cosa que no sucede, digamos, en la autoritaria China. Existen por lo menos dos maneras de abordar este problema en un contexto democrático.
Primero, los gobiernos podrían estar ligados de manera más firme a las decisiones políticas de sus antecesores. De esa manera, una legislación con una mayor visión de futuro que se ha debatido e implementado tendrá tiempo realmente para surtir efecto, sin el riesgo de que sea rechazada por una administración posterior.
La Unión Europea ofrece un ejemplo de cómo pueden funcionar los compromisos vinculantes de largo plazo. El Tratado de Maastricht de 1992 comprometió a los gobiernos europeos a fijar un tope de la deuda pública en el 60% del PIB, y los déficits presupuestarios anuales, en el 3% del PIB. Desde entonces, los gobiernos han llevado gradualmente a sus países a alinearse con este estándar.
Sin embargo, como también demuestra la experiencia de la UE, esas obligaciones "vinculantes" no siempre son consideradas inexpugnables, particularmente durante tiempos de estrés económico. Luego de la crisis financiera de 2008, se volvió evidente que países como Grecia, Italia, España y Portugal no cumplieron con sus compromisos de Maastricht.
De todos modos, establecer compromisos para los gobiernos que se extiendan más allá de los ciclos electorales puede imbuir las agendas legislativas con una perspectiva de más largo plazo, ya que reducen el volumen de políticas partidarias. Una estrategia de estas características habría sido útil para la legislación insignia del presidente norteamericano Barack Obama, la Ley de Atención Médica Asequible. Garantizar que la Ley siguiera en vigencia durante un período mínimo, en lugar de dejarla expuesta a un rechazo inmediato por parte de la administración de Donald Trump, podría haber permitido una transformación más fundamental del sistema de atención médica fallido de Estados Unidos, inclusive a través de mejoras a la propia ley "Obamacare".
Otra manera de alentar el pensamiento de más largo plazo entre los legisladores sería extender sus mandatos a, por ejemplo, seis años -aproximadamente lo que duran los ciclos económicos-. En lugar de dedicar todo su mandato a hacer campaña para la reelección, los responsables de las políticas tendrían el tiempo y el espacio político para considerar los matices de los complejos desafíos estructurales y formular políticas que impulsen el crecimiento potencial de la economía.
En algunos países, los líderes políticos ya tienen mandatos más extensos. En Brasil, por caso, los senadores federales son elegidos por un mandato de ocho años. En México y las Filipinas, cada mandato presidencial dura seis años. En Estados Unidos, en cambio, los miembros de la Cámara de Representantes enfrentan una elección cada dos años, lo que obliga inclusive al presidente y a los senadores -que tienen mandatos de cuatro y seis años respectivamente- a operar, en alguna medida, con un horizonte temporal de dos años.
Por supuesto, los mandatos electorales más extensos son un riesgo, ya que podrían permitir que líderes incompetentes, si no problemáticos, permanecieran en el poder por más tiempo. Es por eso que el cambio tendría que buscarse en tándem con otra reforma: cambiar los requerimientos de elegibilidad para los potenciales responsables políticos, con un ojo puesto en garantizar líderes que tengan experiencia no sólo en postularse para un cargo, sino también en manejar los desafíos del mundo real.
En un artículo de 2012, Philip Cowley, de la Universidad de Nottingham, observó que, a fines de 2010, los líderes de los principales partidos políticos británicos tenían menos experiencia que otros de la era de posguerra. De la misma manera, un estudio de 2012 de la Biblioteca de la Cámara de los Comunes británica reveló que, de 1983 a 2010, la cantidad de políticos de carrera en el Parlamento se había multiplicado por más de cuatro, de 20 a 90.
El ascenso de los políticos de carrera ha coincidido con el creciente cinismo sobre la efectividad de los líderes electos. En verdad, según una encuesta del Foro Económico Mundial de 2016, los ciudadanos en los países democráticos confían menos en sus líderes que los ciudadanos de otras partes, mientras que una encuesta de Pew de 2015 determinó que más del 80% de los ciudadanos estadounidenses no confían en que el gobierno federal haga lo correcto de manera consistente. Esta sospecha probablemente contribuyó a la victoria del neófito político Donald Trump sobre Hillary Clinton en la elección presidencial de Estados Unidos en 2016.
En cualquier caso, los riesgos económicos de hoy no desaparecerán, y sólo se los puede minimizar con el tipo de reformas que deben formar parte de una agenda política de largo plazo. En lo que concierne a redactar esas agendas, las democracias parecen estar en desventaja. Pero esto no tiene por qué ser así.
Dambisa Moyo, an economist and author, sits on the board of directors of a number of global corporations. She is the author of Dead Aid, Winner Take All, and How the West Was Lost.