Superar los localismos

Por Francisco Cabezas Calvo-Rubio, Instituto Euromediterráneo del Agua (EL PAÍS, 23/07/06):

La desalación de aguas marinas o salobres para la generación de recursos hídricos en zonas con escasez de agua es una técnica bien conocida y empleada en España desde hace décadas. Lejos de tratarse de una tecnología nueva o poco experimentada, la desalación es actualmente un proceso maduro, muy perfeccionado en los últimos años, y capaz de alcanzar su objetivo de producción de agua dulce de una forma segura y fiable, como una alternativa más de las múltiples existentes para la disposición de recursos hídricos.

Por otra parte, esta técnica ha sido objeto de un fuerte impulso en los últimos años, en los que se ha promovido intensamente su uso no solo en las islas, pioneras en ello, sino también en la España peninsular, y muy singularmente en el área mediterránea. Muestra de este impulso son las desaladoras programadas en el Plan Hidrológico Nacional de 2001, que preveía entre muchas otras actuaciones, y de forma complementaria a las transferencias entre cuencas, la instalación o ampliación de más de 30 desaladoras. Todo ello ha dado lugar a un importante sector industrial de empresas españolas de desalación con capacidades técnicas de primer nivel y altamente competitivas a nivel internacional.

Tras la decisión política de derogación del trasvase del Ebro, se ha propuesto la desalación masiva de agua de mar a gran escala como el suministro básico alternativo, sustitutivo principal de los caudales trasvasados al arco mediterráneo. Ello implica la necesidad de desalar mucha más agua, construyendo no solo las plantas ya previstas anteriormente, sino un importante número de nuevas grandes instalaciones a lo largo de toda la costa desde Barcelona hasta Almería.

Así planteado parecería que se habría resuelto el problema de la escasez de agua en el arco mediterráneo de forma satisfactoria, y todo se limitaría a sustituir, por decisión política, una opción tecnológica por otra distinta, más costosa en términos económicos, mayor consumidora de energía, pero menos conflictiva en términos políticos y con similares resultados finales.

La realidad, sin embargo, es bien distinta de este planteamiento simplificado, pues la opción adoptada acarrea importantes efectos socioeconómicos y medioambientales sobre los que no parece haberse reflexionado suficientemente.

Es preciso recordar que, con la notable excepción del Ebro, en las cuencas mediterráneas españolas la infraestructura hidráulica básica de almacenamiento y transporte puede considerarse prácticamente completada, pero existe un déficit hídrico de fondo, una insostenibilidad estructural, hoy exacerbada por la sequía, que estrangula y amenaza gravemente al desarrollo de estos territorios, constituyendo además, y muy señaladamente, un problema medioambiental de primera magnitud.

A esta insostenible situación contribuyen tanto las necesidades crecientes de abastecimiento urbano, poblaciones e industrias, como sobre todo, en mucha mayor medida, las necesidades de los regadíos ya existentes, en zonas costeras y de interior, infradotados, no garantizados, y en buena parte atendidos con recursos subterráneos no renovables procedentes de acuíferos sobreexplotados. Estos regadíos, altamente tecnificados, son muy eficientes en el uso del agua, se han desarrollado sin subsidios públicos, y sostienen una actividad productiva de primera importancia económica y social, siendo numerosas las comarcas que tienen en esta actividad y en sus sectores agroalimentarios asociados su principal medio de vida y fuente de empleo.

En este contexto la actual sequía no hace sino incrementar el desequilibrio de fondo, y forzar a un incremento temporal de la sobreexplotación de las aguas subterráneas, acelerando su agotamiento. Las desaladoras, como suministro de alto coste, permanente y de base, pueden resolver problemas puntuales de abastecimiento, pero no pueden resolver este problema global salvo que se decida incrementar su producción hasta niveles muy elevados, similares a los de los recursos convencionales, lo que llevará, sin perjuicio de sus importantes impactos ambientales, a costes medios resultantes que resultarán desincentivadores de buena parte de la actividad agraria y harán perder competitividad al resto de sectores. Esto conducirá ineludiblemente al progresivo abandono de tierras regadas hacia procesos urbanizadores y turísticos, que podrán pagar por sí mismos, sin necesidad de ayudas públicas, los altos costes del agua desalada. Podrá así en efecto haber más agua y garantizarse su suministro estable, pero solo para el que tenga capacidad económica para soportar sus altos costes, o a costa de sustanciales subsidios públicos y subvenciones cruzadas, insostenibles a medio y largo plazo.

No se trata, pues, como a veces se ha planteado de forma simplista, de elegir entre técnicas distintas -desalación o trasvase-, sino de prefigurar todo un modelo de ordenación territorial a largo plazo que, simplificadamente, opte por mantener u opte por desmantelar buena parte del regadío mediterráneo hoy existente.

Esta ventaja esgrimida de la falta de conflictividad territorial de la desalación en realidad enmascara un problema de fondo mucho más grave, y es la práctica imposibilidad actual de articular grandes proyectos compartidos más allá de las fronteras territoriales autonómicas. El examen del tratamiento dado a las aguas en algunas de las reformas estatutarias en curso muestra bien a las claras esta lamentable y reaccionaria tendencia.

Se han cumplido 85 años desde que Ortega publicara su España invertebrada. Es oportuno recordar que las Confederaciones Hidrográficas se conciben en esa misma época, desde posiciones socialistas, precisamente como entidades supraregionales, capaces de vertebrar territorios más allá de sus fronteras políticas, construyendo, a partir de la base fisiográfica de la cuenca hidrográfica, una estructura institucional superior e integradora. En ese caso, como en muchos otros, la superación de los localismos hidráulicos ha sido un rasgo definitorio de la mejor tradición de políticas públicas en materia de aguas. El movimiento de inflexión que parece producirse, de práctica renuncia o postergación de proyectos globales en favor de una creciente autarquía hidráulica, no solo es contrario a este impulso vertebrador, sino que difícilmente se entiende desde posiciones de izquierda, históricamente caracterizadas en el campo del agua por el sueño político de superar los sentimientos de apropiación local, y compartir y allegar recursos para todos de forma solidaria e integradora.