A unas horas de debutar en el Mundial, la expectativa por el primer partido todavía es baja en Brasil. Es el interés es más bajo desde que la selección brasileña disputó la Copa del Mundo de Estados Unidos 94, según el instituto de investigaciones de mayor credibilidad en el país. En esa ocasión, el 42 por ciento de los brasileños contestó que no estaba interesado en el campeonato. Ahora, por primera vez en la larga historia mundialista de Brasil, la mayoría, el 53 por ciento, está indiferente.
La crisis en el país, la corrupción en la Confederación Brasileña de Fútbol (CBF) y la derrota 7 a 1 contra Alemania en 2014, según Datafolha, son argumentos para este profundo desinterés. Es posible, e incluso probable, que el panorama cambie a medida que el Mundial avance, especialmente si la selección canariña juega bien.
No contribuye a la emoción colectiva que su contrincante, Suiza, esté lejos de pertenecer al Primer Mundo del fútbol. Aunque habrá que recordar que vivimos tiempos de mucho equilibrio y la cautela es indispensable para enfrentar a una selección que normalmente no sería un adversario temible.
En el pasado, el fútbol suizo era reconocido por su solidez defensiva, una tradición heredada de la década de los treinta, cuando el técnico austríaco Karl Rappan hizo del Grasshopper Club Zúrich una inapelable fuerza hegemónica en la liga suiza y al final acabó por dirigir a la selección en el Mundial de 1938.
Pero esto ha cambiado, en esencia porque el país —cuyos clichés eluden el fútbol y pasan más bien por la neutralidad y las cuentas bancarias secretas—, no escapó de los efectos de la emigración, que transformó su fútbol para bien. De los 23 jugadores suizos convocados para este Mundial, siete son negros.
El domingo, Suiza irá a defenderse, pero no abdicará en su intención de atacar al equipo de Neymar y compañía. Más que un partido fascinante futbolísticamente, el Brasil contra Suiza debe servir para probar los límites de la tolerancia de la afición rusa: el presidente del país anfitrión, Vladimir Putin, quiere utilizar el Mundial para mostrar al mundo un país más abierto. Aunque el prejuicio racial tristemente esté presente en gran parte del planeta, y no sea exclusivo de Rusia, hay un riesgo enorme de que esta edición mundialista quede marcada por gestos de intolerancia racial.
Es precisamente en el mestizaje que muchos analistas encuentran la clave del talento del jugador nacido en Brasil. El regate, el arte del imprevisto, la gambeta y la vivacidad criolla son algunas características que históricamente han permitido a los equipos brasileños superar desventajas de condición física, altura y disposición táctica. De la selección brasileña que disputará la Copa del Mundo en Rusia, doce jugadores son negros.
Así que es ineludible mencionar la paradoja de que el Mundial de este año, que cuenta con la participación de numerosos futbolistas negros, se celebre en Rusia, un país predominantemente blanco y que ha tenido antecedentes de racismo en sus estadios. Se trata de un problema que la FIFA evadió cuando escogió su sede.
En mayo de este año, después de un partido amistoso entre Rusia y Francia, la FIFA castigó a la Unión del Fútbol de Rusia con una multa irrisoria de unos 30.000 dólares por actitudes discriminatorias de la afición en San Petersburgo. Los jugadores franceses Paul Pogba y Ousmane Dembélé escucharon a algunos aficionados imitar a monos cuando se acercaron a la tribuna en los tiros de esquina, un hecho que confirmaron fotógrafos del diario L’Équipe y de la agencia AFP, quienes estaban en el campo.
El año pasado, unas semanas antes de la Copa Confederaciones —el torneo que disputan los seis equipos campeones de las confederaciones continentales y sirve como piloto del Mundial—, el alcalde de Sochi, Anatoly Pakhomov, encabezó un desfile en el que se representaba a la selección de Camerún con personas con la cara pintada de negro y cargando racimos de plátanos. Durante el Mundial, Sochi será la ciudad sede de Brasil.
Brasil y Suiza se enfrentarán en el estadio del FC Rostov, el equipo en el que en 2014 tuvo un entrenador, el ucraniano Igor Gamula, que se quejó del exceso de “jugadores de piel oscura” para justificar sus malos resultados. Cinco jugadores de origen africano exigieron la dimisión del técnico. Dos años después, en un juego contra el equipo holandés Ajax, los asistentes al estadio volvieron a cometer actos racistas y la Unión de Asociaciones Europeas de Fútbol sancionó al club. Y solo unas semanas después, en un partido contra el PSV Eindhoven, un aficionado lanzó un plátano al campo. En total, según un informe de la Fare —Fútbol contra el racismo en Europa, por su sigla en inglés—, se registraron 89 agresiones racistas en Rusia durante la temporada 2016-17.
La FIFA no erradicará el racismo del fútbol con campañas retóricas o multas ridículas. Parece, en todo caso, que el organismo desistió en su lucha contra las manifestaciones de odio y solo se limita a sancionar o esgrimir recomendaciones.
El día en que la afición sea castigada con el cierre precoz de un partido por ofensas racistas, sin importar su relevancia, tal vez se obtenga el éxito que no hemos visto con las multas. Pero, habría que preguntarse, ¿dónde está el coraje de la FIFA?
Juca Kfouri es escritor y periodista deportivo. Su libro más reciente son las memorias Confesso que perdi.