Durante la pandemia, el coronavirus ha puesto contra las cuerdas al gobierno de la salud global. Como si fuera un viejo púgil, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha hincado la rodilla en varias ocasiones en la lona del ring. Hace 75 años, el 22 de julio de 1946, se firmó la Constitución de la OMS por los representantes de 61 Estados. Esta Constitución universal sobre la salud sigue vigente y establece nueve principios básicos para conseguir “la felicidad, las relaciones armoniosas y la seguridad de todos los pueblos”. El primero de ellos es el más imponente y sostiene que “la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades” El segundo afirma que la salud “es uno de los derechos fundamentales de todo ser humano sin distinción de raza, religión, ideología política o condición económica o social” El tercero, cuarto, quinto y séptimo plantean que la cooperación entre las personas y los Estados benefician a todos y que la ausencia de colaboración constituye una amenaza global. El sexto subraya la importancia fundamental del desarrollo saludable de los más jóvenes. Estos principios básicos sugieren de una manera lúcida y hermosísima que el éxito de los gobiernos y de las personas no debería sólo basarse en aumentar la distancia entre la fecha del certificado de nacimiento y la que figura en nuestra lápida. Nos hacen pensar que una vida cargada de años no es lo máximo que se puede ganar en este mundo.
Con la pandemia hemos aprendido que vamos a morir. Hemos salido del territorio confortable que ofrece la negación, despertado de esa fantasía de inmortalidad. Sí, moriremos. En paralelo, hemos asistido al fenómeno de la muerte como objeto de consumo de datos. Aquí murieron tantos, allá otros tantos. La muerte siempre era de otro, pero podía estar esperándonos en el pomo de una puerta o en los vapores de un ascensor. En nuestra conciencia, el desenlace fatal oscilaba entre un acto de negligencia y un pathos ineludible. Un pecado que podía ser propio o ajeno. Suficiente para volverse loco, ¿no? En este mercadeo continuo con el miedo hemos tanteado a oscuras en el mundo de la locura que es un mundo sin asideros. Plagado de enemigos invisibles. Opresivo. De una soledad desgarradora. La simulación canalla de la caída en los infiernos nos ha arrojado a todos en masa a las consultas de salud mental.
Todos somos igualmente susceptibles de ocupar el lugar del loco. El miedo a la locura es el miedo último, el que late debajo de una ansiedad banal o un colapso afectivo, debajo también del rechazo secular que ha sufrido y sufre el loco. Hasta ahora era un miedo confinado en las fronteras de un reino impenetrable habitado por pacientes, familiares, sanitarios y trabajadores sociales. Para Zygmunt Bauman, todos estos héroes olvidados de la modernidad trabajan limpiamente, en silencio, como basureros solícitos de los desechos del alma. La metáfora de los enfermos mentales como residuos y los sujetos sanos como productos es estremecedora porque desvela el principal mandamiento terapéutico durante siglos: proteger a los enfermos y protegerse de su conducta, del contagio de su locura. La búsqueda de soluciones bajo el imperativo de la seguridad ha recluido a las personas enfermas en instituciones alejadas de los ciudadanos vigorosos y saludables.
La pandemia nos ha recordado que debemos superar el miedo a morir, pero también a vivir. Kafka lo intuyó en 1917 cuando publicó un relato de un puñado de páginas titulado Un informe para una academia. El protagonista, Pedro el Rojo, es un chimpancé que nace libre en la Costa de Oro africana, pero es capturado e instruido como corresponde a las bestias hasta aprender el lenguaje de los humanos. El engendro informa a los académicos de las ciencias que el esfuerzo y el alcohol le sirvieron para salir de la jaula y alcanzar la condición humana. Charles Bukowski en su novela Mujeres acertaba de pleno con el problema de la bebida en la era moderna “Si ocurre algo malo, bebes para olvidarlo; si ocurre algo bueno, bebes para celebrarlo; y si no pasa nada, entonces bebes para hacer que algo pase” La OMS saca las cuentas de la guadaña en un informe pre-pandémico de 2018: tres millones de muertos en el mundo por el consumo de alcohol, lo que supone un 5,3% de todas las muertes. La ciudad de Valencia no llega a los ochocientos mil habitantes. Sentencia intempestiva de Paul B. Preciado: no es posible humanizarse sin alcohol. Hablemos claro, y sin antidepresivos, ni hipnóticos, ansiolíticos o psicoestimulantes.
De lleno en una pandemia que ha traído una angustia que acogota y la militarización de la salud pública con toques de queda y un lenguaje bélico conviene leer con sosiego uno de los últimos principios de la Constitución de la OMS, aquel que reclama la “cooperación activa por parte del público” en la mejora de la “salud del pueblo”. En relación con la salud mental en el ámbito de la Comunitat Valenciana consideramos que ha llegado el momento de convocar no sólo a las personas afectadas como los enfermos y sus familiares, interesadas como los cuidadores o expertas como los sanitarios o los académicos, sino a los ciudadanos en su conjunto para participar en una Convención Ciudadana por la Salud Mental. Se celebrará el 10 de octubre, el día mundial de la salud mental. Se elegirán mediante un sorteo cívico entre los mayores de 15 años y se pondrá en marcha un proceso deliberativo. La deliberación pretende discriminar el tipo de salud mental a la que aspiramos, o bien a la metáfora de los enfermos mentales-residuos y las personas sanas-productos, o bien a un estado de completo bienestar somático, emocional, social y medio ambiental. Así lo sostiene la OMS en su Constitución desde hace 75 años. La deliberación consiste en informar de manera plural y transparente a los participantes por parte de expertos que ofrecen visiones diversas, en dialogar y debatir con la intención de tomar decisiones. Y en llegar a consensos. El diseño deliberativo se fundamenta en una metodología validada en cientos de ocasiones como recoge un reciente informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Sería la primera vez que se pone en marcha un proceso deliberativo por sorteo aleatorizado y estratificado en un ámbito regional. Servirá para decidir sobre la salud mental de cinco millones de personas.
La Convención Ciudadana por la Salud Mental no debería leerse como una fantasía, sino como una innovación democrática y un anhelo de bienestar y de felicidad. Una exigencia democrática que nos aleja de los populismos y las “antigüedades explosivas”. Una necesidad vital para los que están colgados del precipicio o han caído al abismo, pero también para los que se atreven a mirar al monstruo a los ojos, ponerle palabras, cantar, editar videopoemas, aunque sólo sea para recibir una pastilla o una palmadita en la espalda.
Rafael Tabarés-Seisdedos es catedrático de psiquiatría en la Universitat de València y Comisionado de la Presidencia de la Generalitat para el Plan Valenciano de Acción para la Salud Mental, Drogodependencias y Conductas Adictivas, en el contexto de la pandemia por la infección de Covid-19 en la Comunitat Valenciana.