¿Suprimir la adhesión a la Constitución?

Si observamos lo que ocurre en países cercanos respecto al juramento de los diputados, advertiremos que en el Reino Unido se mantiene un juramento de fidelidad a la reina que puede ser sustituido por una afirmación solemne de parecido tenor. Se permite además que se haga a la manera escocesa, es decir, con la mano levantada pero sin sostener el texto sagrado (este es escogido libremente por el diputado). El juramento (o afirmación) debe ser tomado primero en inglés pero puede repetirse en galés, gaélico escocés o córnico. Y al final se firma en un libro de pergamino custodiado por el secretario de la Cámara de los Comunes.

En Francia no hay juramento en el ámbito político a pesar de que subsiste para los abogados, los magistrados, los médicos… una exigencia que se pretende aplicar a los alcaldes y a sus adjuntos porque –se argumenta en una proposición de ley presentada el pasado año– son representantes de sus municipios y agentes del Estado competentes para aplicar las leyes. Es interesante anotar que en la exposición de motivos se afirma que «no existe moral pública sin deberes reconocidos y aceptados, en primer lugar, el respeto a la Constitución y a los principios en que la misma se basa».

En Italia no se exige juramento alguno a los diputados, pese a la tradición en contra, porque así lo quiso la Constitución hoy en vigor aunque la instauración de un juramento es asunto que se reproduce como debate con cierta frecuencia. Tampoco en Portugal. Pero en Bélgica sí hay un trámite de juramento el día en que los diputados ocupan por primera vez sus escaños.

En Alemania prestan juramento el presidente de la República, el canciller y los ministros federales. Con una fórmula establecida en el artículo 56 de la Constitución: «Juro consagrar mis fuerzas al bien del pueblo alemán, acrecentar su bienestar, evitarle daños, salvaguardar y defender la Ley fundamental y las leyes de la Federación, cumplir mis deberes escrupulosamente y ser justo con todos. Que Dios nos ayude» (la invocación religiosa puede omitirse). Preciso es añadir que el texto citado no puede se alterado, así al menos lo interpretan los autores que se han ocupado de este asunto: «Cualquier otra fórmula no es compatible con el texto constitucional» (por todos, Grundgesetz. Kommentar, Maunz-Dürig-Herzog …).

Se puede seguir ofreciendo un acabado repertorio de derecho público comparado. No creo que sea necesario. Y ello porque cada Estado es fruto de unas determinadas circunstancias históricas que permiten a lo sumo aproximaciones entre ellos pero nunca semejanzas absolutas. En este sentido, España tiene un pasado tejido por enfrentamientos, es un mosaico de desgarros, de lutos obstinados, de ruinas, aunque también nos hemos dado respiros en forma de espléndidas etapas de paz, de aciertos y heroicidades. Una de ellas ha sido precisamente la iniciada con la entrada en vigor de la Constitución de 1978. Pero la situación ha cambiado para empeorar. Hoy, en medio de una crisis institucional que compite en gravedad con las otras que nos cercan, se suscita el debate acerca del juramento o promesa de la Constitución por los parlamentarios. Pues bien: sostengo que, si hay un país donde es inexcusable exigir este acto de adhesión a la Constitución, ese país es España. Y añado: va a ocurrir lo mismo en otros cuando avance en ellos la presencia de partidos contrarios al sistema constitucional. También en el Parlamento de Estrasburgo, donde crecen las delegaciones empeñadas en socavar el proyecto europeo, habrá de buscarse una fórmula para que sus diputados se comprometan con los valores contenidos en los Tratados a menos que se les quiera expulsar a la luctuosa oscuridad de la agonía.

Nosotros, en España, nos hemos convertido en un país lastimado por la desintegración, en un sistema que ha olvidado que sin integración («constituir un todo») no hay Estado siendo la Constitución el resultado normativo de una comunidad vertebrada. El Estado existe cuando hay un grupo que se siente como tal, una aquiescencia democrática que es el fundamento de ese artilugio que llamamos Estado, su sustancia, el espíritu que determina su existencia y lo justifica. Por su parte, la Constitución es el receptáculo que recoge los latidos de esa comunidad que hace a un pueblo sentirse Estado.

La legitimidad de la Constitución procede en buena medida de la fe social en esos atributos compartidos e intereses comunes que permiten al grupo vivir juntos. En este contexto lo simbólico juega un papel nada despreciable y por ello encontrar la forma de Estado más apropiada no es el producto tan solo de una reflexión jurídica sino también de un sentimiento en parte emotivo.

Esto se ve claro en la configuración de los Estados regionales o federales que han de basarse en un claro reparto de competencias pero que de nada serviría si no existiera una conciencia clara en sus protagonistas de pertenecer todos a una misma familia. Sin esa conciencia, el edificio se viene abajo.

Pues bien, las fracturas que nutren los nacionalismos separatistas en España conforman el ejemplo de manual de una Constitución carente de esos elementos de integración indispensables para hacer posible su vigencia serena y fructífera. Tales nacionalismos/separatismos defienden tesis dirigidas a destruir el patrimonio común que supone la existencia del Estado como indiscutido hogar común.

Carecemos por ello de un credo compartido y libremente vivido y asumido, de un prontuario de cuestiones básicas, entre ellas, obviamente, la existencia misma de ese Estado. Sin ese credo todo amenaza ruina.

Falla, y con estrépito, el gozne del Estado, la lealtad, bisagra que facilita el movimiento de sus engranajes. Una lealtad que representa el territorio marcado por las buenas maneras, más allá del cual se abre otro en el que se extiende el despropósito. Un despropósito en el que estamos instalados porque la deslealtad de algunos actores de la escena política –ahora partícipes del Gobierno de España– es la enfermedad de un sistema devenido frágil e ineficaz. Con claras alarmas de extenuación. Una muestra: el Parlamento catalán acaba de tomar el acuerdo ¡de no acatar una sentencia del Tribunal Supremo! ¿Alguien da más? Y un dato estremecedor: en el Congreso un 30% de sus componentes o no creen en el Estado o no creen en la Constitución o no creen en España, o en ninguna de las tres cosas, un rosario de descreencias que han desestabilizado el sistema convirtiéndolo en un artefacto macilento y desmedrado.

Por eso sostengo que, en tal pavorosa situación, lo único que nos falta es estimular a los desleales sus artificios y trampas suprimiendo su adhesión formal a esa grapa común que es la Constitución. Si este atropello llega a consumarse, se iniciará un tiempo de luto, tempus lugendi, en el que lloraremos el arrinconamiento de la Constitución en el desván de nuestra memoria. Dormirá allí entre cachivaches antiguos, vestidos apolillados, fotos de la Transición… mientras sobre sus articulaciones dañadas se bailará la danza macabra de las identidades y los privilegios.

Y una última nota. Sabemos que los magistrados del Tribunal Constitucional están discutiendo la validez de las fórmulas empleadas por algunos diputados en la última sesión de apertura de la legislatura. Se oyó allí que se juraba o prometía: «Por la libertad de los presos políticos», «por el retorno de los exiliados», «por la República catalana», «por la República vasca» y otra porción de extravagancias. A la hora de resolver, me permito indicar a tan distinguidos jueces, con humildad del jurista de provincias que soy, que decidan pensando en lo que decidirán cuando les lleguen fórmulas que podrían oírse en una legislatura próxima: juro o prometo «por la restauración de los Principios del Movimiento Nacional», «por el restablecimiento de la pena de muerte», «por la abolición de las comunidades autónomas», «por la supresión de los derechos históricos en el País Vasco», «por la penalización del aborto» y por ahí seguido.

En estos debates necios estamos en un país que se desangra y cuyos dirigentes se empeñan en aturdirnos, camino del precipicio.

Francisco Sosa Wagner es catedrático y escritor. Su último libro, Gracia y desgracia del Sacro Imperio Romano Germánico. Montgelas: el liberalismo incipiente (Marcial Pons, 2020).

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