Hace 50 años, en el Teatro Jean Vilar de Suresnes, a las afueras de París, tuvo lugar el congreso que cambió la historia del PSOE. Decimotercero en el exilio, aún con la dictadura de Franco en pie, Suresnes fue testigo del nombramiento de Felipe González como nuevo secretario general del PSOE en sustitución del histórico Rodolfo Llopis. Su designación puso fin a la lucha interna por el poder en el partido que amenazó con destruir la organización fundada por Pablo Iglesias en 1879.
Con González y la nueva ejecutiva, las riendas del PSOE pasaban a manos de una nueva generación de militantes cuya vida ya no estaba marcada por el recuerdo trágico de la quiebra de la II República y el estallido de la Guerra Civil, sino por la militancia clandestina en los últimos años de la dictadura y la expectativa de la restauración de la democracia en el horizonte de la Guerra Fría. El cambio de mando fue, en el fondo y en la forma, una refundación del partido.
La figura de Felipe González fue uno de los mayores activos del proceso de renovación del PSOE. El nuevo líder del socialismo español explotó de manera eficaz su biografía, su carisma y su personalidad para representar, por sí mismo, el ideal de una nueva clase política. Los líderes socialistas eran jóvenes y desenfadados, nada que ver con la imagen distante, altiva y severa en las formas que caracterizó a la clase dirigente del franquismo.
No obstante, la renovación del PSOE que se produce en el Congreso de Suresnes no se redujo ni al carisma de González, ni se explica únicamente por la potencia de aquella ruptura generacional. Si Suresnes resulta fundamental para entender el éxito del PSOE en la Transición es porque puso en marcha un proceso de modernización radical del partido. Proceso que no sólo tocaba la vida organizativa, sino también y sobre todo la dimensión ideológica del partido.
Para reconstruir una imagen fiel de lo que supuso Suresnes no puede olvidarse que el asalto al poder del PSOE que protagonizaron González y la generación de jóvenes socialistas que acompañaron su ascenso estuvo patrocinado por la Internacional Socialista. Esta tutela no tuvo sólo un valor simbólico: ofreció al PSOE una financiación generosa para organizar cuadros, dotarse de infraestructura, seleccionar personal cualificado y construir unas estructuras de partido modernas que pusieron al partido en hora para competir en democracia.
A esta musculación organizativa se sumó la puesta en marcha de un proceso de convergencia ideológica con la socialdemocracia occidental y sus valores. En plena Guerra Fría, en un mundo bipolar marcado por la fractura comunismo-anticomunismo, esto significaba abandonar cualquier tipo de veleidad revolucionaria y eliminar cualquier tipo de ambigüedad frente al proyecto político de la URSS y su fundamento ideológico: el marxismo-leninismo.
A partir del Congreso de Suresnes, el PSOE se caracterizó por vivir cada vez más desconectado del espíritu de las resoluciones congresuales del partido, que seguían ancladas en las coordenadas teóricas del marxismo: centralidad de la lucha de clases, condena de la sociedad capitalista, desconfianza hacia la llamada «democracia burguesa» y derecho de autodeterminación como solución a la cuestión nacional española. El PSOE trabajó a fondo para construir un partido moderno, de vocación mayoritaria y timbre nacional amable para la mayoría de la sociedad española. Este esfuerzo llevó a la liquidación de un maximalismo ideológico que a mediados de los años 70 sólo alimentaba a los nostálgicos de la revolución. No es extraño decir, por tanto, que Suresnes puso las bases para que el PSOE realizase su propia «transición» dentro de la Transición. Un deshielo ideológico que desembocó en su particular Bad Godesberg: el congreso extraordinario de 1979 en el que el PSOE dijo adiós a Marx y a Engels.
Buena parte de la sobrecarga ideológica que el PSOE mantuvo en sus programas durante la segunda mitad de los 70, a pesar del cambio de ruta que se había producido en Suresnes, se justificó por la necesidad de competir con el PCE. El partido de Santiago Carrillo seguía siendo el principal protagonista de la lucha contra el franquismo. Y a pesar del esfuerzo del PCE por redimensionar su vínculo genético con la URSS, siguiendo la estela del PCI de Enrico Berlinguer, la hoz y el martillo seguían recordando la presencia viva de una sociedad fundada sobre los principios del leninismo.
No obstante, las primeras elecciones democráticas celebradas tras la dictadura demostraron que la mayoría de la sociedad española no deseaba recorrer el camino de la revolución. Ni había una mayoría social suficiente mirando a Moscú en busca de respuestas para las nuevas preguntas que el fin de la dictadura planteaba al país. Las encuestas que circulaban en las postrimerías del franquismo no fallaron y el PSOE tomó buena nota de la naturaleza moderada del consenso que presidía la sociedad española.
El Congreso de Suresnes fue, por tanto, el escenario final de un hecho natural como la lucha por el poder dentro de un partido que se articula en clave generacional. Y que en este caso se daba entre una vieja generación de socialistas en el exilio y los «jóvenes turcos» que pujaban por dirigir el PSOE desde el interior. Pero también coincidió con un momento clave de la Guerra Fría que permitió al socialismo español abandonar su autarquía intelectual y hacer coincidir el cambio de guardia con el proceso de profunda renovación del socialismo en el sur de Europa.
La Revolución de los claveles y su potencial revolucionario encendieron todas las alarmas en el mundo occidental y la Internacional Socialista, con Willy Brandt a la cabeza, se encargó de moldear un nuevo discurso socialdemócrata donde el mito de la revolución dio paso al culto de la modernización, y donde el objetivo de abolir el capitalismo fue sustituido por el imperativo de armonizar justicia social con los principios del liberalismo. Unos principios a los que ningún partido occidental, fuese cual fuese su matriz ideológica, podía renunciar sin caer en el despotismo oriental. El resultado fue que a finales de los años 70, en Portugal, en Italia y en España, ni Mario Soares ni Bettino Craxi ni Felipe González hablaban ya de la socialdemocracia como ideología llamada a la superación del sistema.
Hoy Suresnes es un lugar de la memoria de difícil digestión para el PSOE, idolatrado o condenado a partes iguales. Y su legado no está exento de virtudes, pero tampoco de una colección de ambigüedades y contradicciones que esperan a su historiador. Cabría preguntarse, además, si el PSOE hubiese sido capaz de generar un cambio de piel semejante de manera autónoma, es decir, sin que la Internacional Socialista hubiese encauzado el partido en esa dirección haciendo valer su patrocinio y autoridad en la Guerra Fría.
No obstante, sí cabe valorar el pasado sin caer en la idolatría. Y reconocer en su medida la ejecutoria de una generación de dirigentes del PSOE que buscando satisfacer una ambición personal de poder apostaron por subir el socialismo español al carro de la modernidad occidental. Y no al contrario.
Jorge del Palacio es profesor de Historia del pensamiento político en la URJC.