Suspenso a la reforma universitaria

Un responsable de la reforma universitaria propuso afinar la elección de los rectores para garantizar que fueran personas capaces, incentivar a los profesores para evitar su desmotivación, contratar especialistas de prestigio y garantizar que los claustros y las universidades cumplieran su misión principal: la dedicación al estudio. Esto ocurrió hace quinientos años, en tiempos de la reina Juana, y lo relataba en sus escritos un brillante historiador de la Universidad de Salamanca, don Manuel Fernández Álvarez.

Más sentido demostraban los reformadores de entonces que los cargos ministeriales de hoy en estos asuntos. Lejos estaban de verse influenciados por las enmiendas de los independentistas, de atender a las manías particulares de grupos alejados del interés general, de mirar para otro lado y de no corregir las desviaciones del canon europeo. El objetivo real del renacimiento era lograr la excelencia en la universidad, una institución que ya entonces se consideraba autónoma, en el correcto sentido de tal expresión.

La autonomía universitaria se inventó para proteger la creación y difusión del saber, para evitar interferencias políticas externas y otras perturbaciones derivadas de los oportunismos en torno a la educación superior. Los intentos de manipulación de la universidad para lograr fines distintos a los propios de su naturaleza son constantes; lo vemos tantas veces en bochornosos espectáculos como el vivido hace unos días en la Complutense y en pronunciamientos parciales de claustros contra el marco de nuestra convivencia.

En un mundo globalizado, las más avanzadas reformas universitarias en los países desarrollados han intentado corregir tales tendencias, reforzando la misión docente e investigadora de la universidad, su excelencia y capacidad de contribuir al desarrollo del entorno, a la empleabilidad de los estudiantes y a la innovación. Estos son los objetivos marcados hace décadas en los documentos internacionales y europeos sobre educación superior.

El ascensor social que ofrecen los campus a cientos de miles de jóvenes españoles necesita una puesta al día, a la altura de los tiempos que vivimos. Si queremos el mejor futuro para nuestras hijas e hijos, hemos de aspirar a una docencia universitaria de gran calidad (retribuyendo a los docentes que más se esfuerzan por enseñar), unida a excelentes resultados investigadores (diferenciando entre quienes más producen frente a los pasivos), todo ello reforzado por una rendición de cuentas constante gracias a la mayor profesionalización de los gestores universitarios.

¿Logrará la nueva Ley Orgánica del Sistema Universitario (Losu) español alguno de estos objetivos? Me temo que no, porque ni contempla incentivos para la innovación docente traducidos en complementos salariales ni prima a las universidades por productividad científica ni refuerza tampoco los mecanismos reales de control y competencia técnica en la toma de decisiones de gestión. Ninguno de estos propósitos parece prioritario en la mente de los promotores de esta ley.

La agenda de la ley parece marcada por la ideología, que no por las ideas. Y esta diferencia no es trivial, porque el verdadero espíritu universitario debe, a mi modo de ver, esquivar los prejuicios partidistas, fijarse en la realidad de los resultados de las acciones y atender a la puesta en práctica de los proyectos. Por eso deberíamos aprender de los éxitos (y fracasos) de otras reformas universitarias, y preguntarnos por qué ninguna comparada extranjera se parece a esta española. Esto sucede por la moda reciente de legislar para el caso concreto. Muy grave, por ejemplo, me parece el intento de borrar la jurisprudencia del Tribunal Supremo que confirmó la anulación del manifiesto aprobado por la Universidad de Barcelona contra la condena de los que atentaron contra la unidad del país. Si en noviembre del año pasado los jueces garantizaban los derechos fundamentales lesionados por ese acuerdo, ahora los ponentes de la ley quizás pretenden revertir la Justicia.

Así, con tales modos, la aprobación en el Congreso de los Diputados del texto de la Ley Orgánica de Reforma Universitaria muestra otro ejemplo de la reciente tendencia a legislar a la carta por interés parcial de territorios, partidos o sectores. Si no les gusta el principio de legalidad, pues se cambia, aunque salvaguarde las libertades. El énfasis en las lenguas cooficiales sin reforzar el español, lengua de proyección internacional, es palmaria muestra de un perverso orden de prioridades.

Además, la improvisación marca el trámite parlamentario, con errores cuyo mantenimiento podría afectar gravemente a la autonomía universitaria, desde mi punto de vista. Así, el desconocimiento sobre la competencia en la aprobación de las relaciones de puestos de trabajo y el reparto de funciones entre el Consejo de Gobierno, el Consejo Social y el Gobierno autonómico lleva a redacciones que lesionan directamente la autonomía universitaria, de nuevo por enmiendas parciales de territorios.

El futuro régimen de gobierno de las universidades resultará calamitoso en todo caso, debido a las contradicciones internas del texto de la ley. Por un lado, se conceden poderes amplios a los rectorados, rebajando el peso real de los consejos de gobierno. Por otro se mantiene la posibilidad del claustro de revocar el mandato del rector elegido por sufragio universal y directo. Vaticino crisis frecuentes e inestabilidad dañina en nuestras casas de estudio.

Siendo todo esto tan grave, lo más lamentable de esta reforma universitaria es la pérdida de oportunidades que comporta, al no resolver algunas carencias palmarias: ¿Por qué el sistema universitario español es menos internacional que otros europeos? Un universitario español puede desarrollar toda su carrera sin salir de nuestro país, lo que supone una anomalía perversa en comparación con los modelos más avanzados. En España se puede acceder a la carrera académica y promover sin estancias en el extranjero. Y la Losu apenas toma medidas concretas para corregir esta situación. Tampoco avanza prácticamente nada en la motivación del profesorado y los incentivos. Un investigador de alto impacto cobra casi lo mismo que otro que lleve veinte años sin escribir o publicar una línea.

Los datos comparativos demuestran que el desempeño de las universidades españolas es óptimo a la vista de los recursos que reciben, pero los esfuerzos diarios de las comunidades académicas no liberan al legislador de su tarea: ofrecer marcos normativos para atender a las necesidades concretas y propiciar el progreso, no utilizar las leyes para satisfacer intereses particulares y aparentar reformas que merecen un suspenso.

Ricardo Rivero Ortega es rector de la Universidad de Salamanca.

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