Ya es un tópico en los tiempos que corren decir que la política represiva del consumo de drogas ha sido un fracaso y que ha llegado la hora de su legalización. Antes que nada digamos que el fracaso está mucho más en la sociedad contemporánea, que desde hace medio siglo ha sido ganada por un consumo devastador que todos los días nos cobra vidas, algunas tan notorias como la del actor Philip Seymour Hoffman, recientemente fallecido. Mientras las juventudes no sientan que sus vacíos espirituales, sus angustias existenciales o sus aventureras rebeldías no se saciarán con paraísos artificiales, habrá una demanda y, como inevitable consecuencia, existirá una oferta. Ser o no ser, esta es la cuestión, que dijera el célebre inglés.
A partir de esa demanda, la represión efectivamente no ha logrado —ni logrará— la erradicación del consumo. Su enfrentamiento a las redes del narcotráfico, sin embargo, han servido para detener su avance sobre el poder político y la influencia social. Si Colombia no hubiera resistido como lo ha hecho a la narcoguerrilla, ¿no es razonable pensar que hoy tendríamos un Gobierno digitado por los herederos de Pablo Escobar?
Lo que claramente decepciona es que siendo una prioritaria cuestión de salud, no se estén realizando las campañas preventivas que informen sobre los males que hoy sabemos fehacientemente que producen las adicciones, aun la célebre marihuana, que durante años fue tomada como inocua y hoy nadie duda, en la comunidad científica, de sus perniciosos efectos sobre la concentración, la depresión, la paranoia, la memoria y aun la inteligencia. También se sabe que aumenta el riesgo en los accidentes de tránsito, universalmente prevenidos en el consumo de alcohol y de más difícil control en su caso.
En mi país, Uruguay, desde hace muchos años está despenalizado el consumo personal y la tenencia de una dosis acorde con esa finalidad. Ahora, en medio de una formidable improvisación, se ha dictado una ley en la que el Estado asume el control universal de la plantación, comercialización, importación e industrialización del cannabis. Particularmente detallista, autoriza a las farmacias a venderle 40 gramos de marihuana por mes a quienes se registren oficialmente. Al mismo tiempo, se habilita el autocultivo de hasta seis plantas, con una cosecha máxima de 440 gramos y el cultivo en clubes de 15 a 45 socios, con un máximo de 99 plantas, que podrán producir la cantidad proporcional al número de sus integrantes. Se añade, ilusoriamente, que las variedades a plantar serán proporcionadas por el Estado y ninguna rebasará el principio de 0,5 de THC.
La propuesta nació bajo la proclama de evitar que se difunda el consumo de drogas peores y de reducirle al narcotráfico su espacio de actuación. Lo primero se ha demostrado sin fundamento por todas las cátedras y entidades de expertos en toxicología: nadie deja la heroína o la abominable “pasta base” para fumar marihuana, mientras que alguien que pasa esta barrera psicológica queda en posición de mayor riesgo para caer en la adicción a otros psicotrópicos más destructivos. En cuanto al narcotráfico, resulta ingenuo pensar que se le reducirá el mercado cuando seguirá comercializando todas las demás drogas y podrá estar detrás de ese jolgorio de plantaciones individuales y colectivas que cuesta pensar que el Estado podrá realmente controlar.
No ignoramos que en el mundo la tendencia que crece es la desregulación. Pero más por resignación que por la convicción de que la libertad nos lleve a la moderación. Bajar los brazos de este modo, proclamar la incapacidad de la sociedad para evitar la difusión de drogas y darle a los jóvenes la señal de que es algo permitido no nos conducirá a buen puerto. Que se estructuren políticas de reducción de daños y que internacionalmente procuremos mejores mecanismos de prevención parece impuesto por las circunstancias. Pero que individualmente un país se lance a la ventura, como en su tiempo lo hizo Holanda, no abre un camino de esperanza.
¿Cómo se explica que hayamos hecho tanto esfuerzo, y exitoso, para reducir el consumo del tabaco y ahora nos resignemos a que la marihuana circule como una bebida refrescante? ¿Quién ha demostrado que es “progresista” combatir el tabaco y “conservador” oponerse a la legalización de la marihuana? La cuestión es demasiado seria y compleja para reducirla a mágicas medidas de ingeniería social.
Julio María Sanguinetti, abogado y periodista, fue presidente de Uruguay (1985-1990 y 1994-2000).