Tabarnia

En abril de 2016, y a la vista de los muchos disparates que había leído sobre la intención de aplicar la llamada «solución quebequesa» al tema catalán, me decidí a escribir una Tercera en ABC que titulé, sencillamente, «Quebec». En esas breves líneas intenté concentrar los aspectos más relevantes de lo sucedido en Canadá, sobre un tema que le afecta como Estado: la frustrada independencia de Quebec. Y allí me permití subrayar un aspecto del problema que, a pesar de su importancia y de haber sido previsto por el Tribunal Supremo canadiense en su dictamen de 1998, suele ser deliberadamente silenciado por los separatistas: que el derecho a decidir corresponde no solo a Quebec, sino a cualquier otra provincia o entidad territorial. Así lo describía yo hace año y medio:

«Canadá puede partirse, en las circunstancias y con las exigencias ya citadas; pero igual puede hacerlo una provincia. Para entendernos: que si Canadá es divisible, también lo es Quebec». Tal afirmación está basada en las tesis que mantuvo el alto Tribunal (tengo el documento delante de mis ojos), al afirmar que los derechos de las minorías forman parte de las normas constitucionales, y su respeto es una «obligación imperativa» para todos. Quizá no sea ocioso señalar que el máximo órgano jurisdiccional canadiense está compuesto por nueve magistrados, de los cuales tres han de ser obligatoriamente quebequeses. Pero no dudaron en apoyar lo que, de acuerdo con las normas de su país, es una realidad.

Cuando se celebró el segundo referéndum sobre la independencia de Quebec, el 30 de octubre de 1995, los nativos de los territorios septentrionales de la «Belle Province» decidieron convocar, unos días antes, su propia consulta, declarándose a favor de lo que consideraban sus legítimos intereses: permanecer dentro de un «Canadá fuerte y unido». La participación fue superior al 95% del censo y el voto, contrario a la ruptura, prácticamente unánime. Por supuesto, el Gobierno quebequés, ardiente partidario de la autodeterminación de su provincia, jamás aceptó que la minoría aborigen pudiera gozar de un derecho semejante.

Lo que acabo de mentar es un dato que también silencian, como si obedecieran a consignas de lo alto, quienes preconizan para Cataluña la aplicación, sin matices ni mayores precisiones, de la llamada «vía quebequesa», ignorando un tema clave que tiene precedente en la jurisprudencia canadiense, y que la Generalitat no quiere ni siquiera imaginar: que si España fuera divisible –hoy no puede serlo–, en el marco de unas leyes futuras que lo autorizaran, también lo sería Cataluña.

Y aquí es donde aparece el fantasma de Tabarnia. De acuerdo con las normas que defienden los secesionistas catalanes, las urnas son las que deciden el destino de su Comunidad Autónoma, no «las leyes de Madrid» ni la Constitución. Pero se niegan a aceptar que, con esa misma lógica, una provincia, región o municipio, en virtud del tramposo privilegio que los soberanistas se atribuyen solo para ellos, pueda llevar a cabo una consulta popular –(«¿qué hay de malo en poner urnas?»)– y declarar su independencia o incorporarse a otra comunidad vecina que le resulte más interesante o atractiva.

El secesionismo sostiene que España es divisible, si así lo deciden las «urnas democráticas» de la Generalitat; pero que nadie intente atentar contra la integridad territorial de Cataluña, que es sagrada. Sobre este último punto, las urnas de los otros no tienen nada que opinar. Las mías sí, pero las tuyas no. Eso piensan los separatistas, devotos fervorosos de la muy antigua, discreta y venerable Cofradía de la Ley del Embudo.

Hace algunos años que Artur Mas, todavía presidente de la Generalitat, declaró que no le importaría que, como consecuencia de la secesión de Cataluña y otras entidades semejantes en el Viejo Continente, surgiera una Unión Europea con setenta y cinco Estados. No tengo que decir que al presidente de la Comisión se le abrieron las carnes ante semejante perspectiva. Quizá por eso, el patético deambular del señor Puigdemont por las cafeterías de Bruselas no ha suscitado la más mínima atención en quienes hoy dirigen las instituciones europeas. De ahí la indignación de quien, en una pataleta de rabia, ha calificado de «obsoleto y sin futuro» el proyecto europeo. Lógico. Frente a lo sostenido por la seria, solvente y prestigiosa historiografía catalana, ha surgido en Barcelona una nutrida gavilla de «historiadores de todo a cien» al servicio del «procés», pagados con dinero público, que se empeña en demostrar que «Cataluña no es España». Una bobada. Hasta los niños de la escuela –no los de las catalanas, que son convenientemente adoctrinados desde chicos– han leído en sus manuales que hace más de dos mil años que «Hispania» era ya el florón occidental de Roma, la más rica, culta y desarrollada provincia del Imperio, patria de Séneca, Marcial y Columela, de Adriano y de Trajano. Y que esa provincia se dividió en tres amplias circunscripciones administrativas: Bética, Lusitania y Tarraconense. Y que esta última incluía en su ancho territorio la totalidad de lo que hoy es Cataluña, que forma parte así de una entidad política llamada España desde hace veinte siglos.

En esta hora de ignorancias clamorosas y patadas a la Historia, creo oportuno señalar a la atención de los soberanistas que este país que compartimos se llamaba de esta forma, España, desde siempre. Y otro dato: que ya con Julio César era una indiscutible, jubilosa y espléndida realidad que algunos, en su ceguera interesada, quieren ahora relegar poco menos que a un invento castellano de hace cuatro días. Vamos a tener la fiesta en paz. Decir que «Barcelona no es Cataluña» es una tontería de un calibre semejante a esta otra: «Cataluña no es España». Y vamos a cumplir la ley. Porque defender el derecho a decidir, sin embridarlo con las normas oportunas y la Constitución, sería abrir la caja de Pandora a una política de vértigo cuyo resultado no es difícil de prever: el rupturismo más disparatado, la anarquía total y el caos.

José Cuenca es embajador de España.

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