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La decisión del Gobierno Rajoy de impugnar la declaración parlamentaria del 23 de enero ante el Tribunal Constitucional no confirma tanto la indisposición del Ejecutivo central a ensayar el diálogo con la mayoría que gobierna la Generalitat como su intención de posponerlo a un previo dictamen del TC, convencido de que este interpretará que sólo hay un sujeto político y jurídico soberano: el pueblo español. De hecho, al Gobierno central le ha bastado con recurrir al Constitucional para que se extienda la certeza de que su resolución será desfavorable para las aspiraciones soberanistas y que su contenido impedirá la celebración legal de una consulta que evoque el derecho de autodeterminación. Así es como la espera de la sentencia constituirá el argumento principal de la impasibilidad de la Moncloa y obligará a los promotores del proceso a dejarse enfriar o a adelantarse al calendario del TC.

Es indudable que la impugnación acordada por el Consejo de Ministros del pasado viernes se produce en un momento delicado para el PP, y resulta útil para evitar que el caso Bárcenas acapare todo el interés. Lo que hasta la pasada semana Rajoy trataba de evitar –un mayor enconamiento en las relaciones entre Madrid y Barcelona– se convierte en la oportunidad que los populares tienen más a mano para desviar la atención sobre su incapacidad para solventar el problema doméstico de las incontrolables andanzas de su extesorero. Aunque al imputar al PP esa intencionalidad inmediata resulta obligado proceder al catálogo de los propósitos ocultos, de las aspiraciones menos confesadas, de los objetivos que persiguen unos partidos respecto a otros en la política española y en el movedizo tablero catalán.

El presidente Mas tenía razones la pasada semana para mostrarse satisfecho de que el PSC hubiese votado en el Congreso a favor de un diálogo entre el Gobierno central y el de la Generalitat que posibilite “la celebración de una consulta a los ciudadanos y ciudadanas de Catalunya para decidir su futuro”. Es la primera vez que los convergentes consiguen arrastrar a los socialistas catalanes al terreno que hasta ayer cultivaba el soberanismo en solitario y que hasta el pasado septiembre parecía propio del independentismo. En la constante suma de mayorías que añadirían legitimidad al derecho a decidir frente a la legalidad constitucional, el paso dado por el PSC reclamando un diálogo interinstitucional supone, antes que nada, un cambio en el tablero político. También para CiU resulta más importante la quiebra provocada entre el PSOE y el PSC que el deslizamiento experimentado por este último partido. Es lo que tiene la aventura soberanista: mientras tratas de alcanzar la meta, con un poco de suerte consigues descolocar a tus adversarios.

Claro que esa es también la lógica que sigue ERC: mientras condicione la política convergente mantendrá la esperanza de suplantar a CiU al frente del nacionalismo catalán, aunque ello no asegure la independencia. Un horizonte que se hace verosímil según lo que vienen señalando las urnas y los sondeos de opinión. La decisión del Gobierno Rajoy de impugnar la resolución parlamentaria ante el Tribunal Constitucional debía formar parte de las previsiones convergentes y es posible que también de sus deseos. Pero aunque CiU se ha mostrado unánime en su crítica al Gobierno central presentando la impugnación como nueva muestra de cerrazón por parte de Madrid, la situación devuelve a los convergentes a la disyuntiva de echarse atrás o acelerar el paso para que el enredo constitucional no acabe descolocándolos aun más.

La efervescencia soberanista ha generado en pocos meses más cambios en el tablero catalán de los que se habían dado en las tres décadas anteriores. Una sola formación –ERC– está siendo netamente favorecida por un horizonte dibujado a su imagen y semejanza. Las dos grandes perjudicadas –CiU y PSC–, que han representado hasta la fecha el establishment catalán, con todos sus vicios pero también con su aportación moderadora, parecen verse arrastradas por la cadena de la que tiran otros. A nadie se le escapa que por debajo del tapete del derecho a decidir y del dubitativo ritual que lo acompaña se mueve el tablero partidario. Hasta tal punto que su oscilación puede resultar tan preocupante como el definitivo desenganche de Catalunya respecto al resto de España. Por si alguien no ha querido verlo antes, cada día resulta más claro que sólo el independentismo de verdad podrá gobernar un escenario que dé la espalda para siempre a la legalidad constitucional. Mientras, el descreimiento inducido en la sociedad catalana hará de la abstención su seña de identidad y el aliado más útil del Estado propio.

Kepa Aulestia

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