Tachaduras ‘post mortem’

España está reconciliada: nadie en España niega el saludo, la amistad, el negocio, la asunción de parentesco matrimonial o de pareja a quienes militaron en el otro bando de la Guerra Civil o a sus descendientes. Se habla con serena pasión histórica de vencedores y vencidos, de pertenencia de los padres y abuelos a los nacionales o a los republicanos o, en terminología más beligerante, a los rebeldes o a los leales, pero nada de esto rompe la pacífica convivencia del pueblo español que, con jamás abatida constancia, sostiene su democracia, a la que tenazmente asiste con sus elevadas participaciones en las múltiples convocatorias electorales de nuestro descentralizado sistema constitucional.

Este dato óptimo de vida pretende aplomarse, poniendo sobre el tapete los datos feroces de la muerte, el de parte de los más de 30.000 muertos con sus restos alojados en el Valle de los Caídos y el de los más de 100.000 que se asegura que, una vez asesinados, permanecen enterrados en cunetas y fosas, y lo que se quiere hacer con esos datos es traerlos al presente, planteando la dación de la justicia que entonces no tuvieron, como un actualizado remordimiento nacional de conciencia a cuya reparación ha de atenderse, desenterrando masivamente a los que yacen ignotos desde hace más de ochenta años.

Resulta que frente a los reseñados miles de seres fallecidos en los siniestros hechos que marcaron su destino, son en proporción muy pocos los deudos que reclaman la recuperación material de los restos de sus próximos tocados por el óbito asesino. Esto es predicable tanto para los asesinados de un lado y de otro: a la vista está que probablemente nadie ha reclamado a los que permanecen en Paracuellos, y sobre los muchos republicanos que están en el Valle de los Caídos se ha seguido una mínima cantidad de expedientes de reclamación.

El juego de estas proporciones no postula ni minimizar el horror de los hechos ni desconocer la comprensión que merecen quienes, por razones de afecto o familia, se siguen sintiendo intensamente doloridos por lo acontecido. Pero sí avoca a hacer una distinción, que el paso del tiempo impone, entre la respuesta política, asumida por la nación como colectividad, de reconocimiento de un pasado fratricida, con españoles perdedores y ganadores, con un acuerdo de reparación para aquellos hasta donde fuese material y moralmente posible, que es lo que España decidió con carácter general en sucesivas leyes de la Transición y, por otra parte, las derivaciones individuales de insatisfacción ante lo reparado, que más que de una genérica contestación política, de lo que ameritan es de una eficaz respuesta individualizada sobre la base de un soporte ético, el de restaurar individualmente el dolor padecido por aquellos que, a pesar del tiempo transcurrido, todavía entienden que la entrega de los restos de sus deudos fallecidos con violencia es condición ineludible de una plena reparación.

Y Franco, ¿qué se hace con Franco? La ubicación de su cadáver no carece de la indignidad predicable de los que yacen en las cunetas, sino que, por el contrario, lo que se le atribuye es un exceso de honor. Argumento que se ha enriquecido por los patrocinadores del desalojo con uno más, referido a la idea del propio Franco de que el Valle fuese lugar de reposo de los caídos de ambas líneas de la Guerra Civil, concepto en el que obviamente sus restos no se integrarían, porque el general no cayó en ella. Congruencia que, al parecer, él mismo pudo valorar, a la vista de que hay indicios de que nunca pensó en que el Valle fuese su mausoleo.

Hay un elemento en el tratamiento que se ha dado al conflicto que resulta contradictorio con la razón de fondo del acuerdo de exhumación, que es la calidad de dictador de Franco. No hay duda de que Franco fue un dictador. Que desde una ley del año 1938 y hasta su fallecimiento, mantuvo la potestad de dictar leyes por sí y ante sí, sin sujeción a procedimiento alguno de previo debate o control. En positivo contraste, el constitucionalismo veta la posibilidad de una voluntad política incontrolada, al someter los proyectos legales a procedimientos de debate y votación, en el Congreso y en el Senado, procedimientos solo eludibles en el preciso supuesto enunciado por la Constitución para los decretos leyes, que compete aprobar al Gobierno en los estrictos “casos de extrema y urgente necesidad”. Es esta la razón por la que no puede calificarse de ejemplar la sesión del Congreso de los Diputados en la que se convalidó el decreto ley de exhumación de Franco.

Es meridiano que el caso en nada estaba afectado “de extrema y urgente necesidad”, con la consecuente paradoja de que la inhabilitación del cadáver de un dictador para permanecer en su habitáculo mortuorio se habría decidido sin respetar el debido procedimiento constitucional, dando así lugar a que mediante una norma inconstitucional se resuelva tachar post mortem a alguien a quien precisamente se le reprueba por su inconstitucional forma de gobernar…

Ramón Trillo es expresidente de sala del Tribunal Supremo.

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