Taiwán, llave de la hegemonía mundial

En 1950, las tropas de Mao Zedong estaban preparadas para invadir Taiwán. Era el último territorio bajo control de Chiang Kai-shek, líder nacionalista contra el que habían luchado los comunistas en la guerra civil china. Entonces, Corea del Norte, apoyada por Stalin, decidió invadir Corea del Sur. Mao tuvo que mover sus tropas desde Taiwán hasta la frontera sino-coreana. La reunificación nacional china quedó abortada. Taiwán se consolidó como el gran bastión estadounidense de la Guerra Fría desde el que se quería reconquistar China de manos del comunismo. La isla se convirtió en el punto de tensión más duradero e importante entre Pekín y Washington.

Al margen de estas dos grandes potencias, los ciudadanos de Taiwán, en los años noventa, decidieron rechazar el autoritarismo comunista y el pro-estadounidense, que había dominado la isla durante décadas, y fundar su propia democracia. Taiwán ya era entonces un ejemplo de modernización imitado tanto por los dirigentes del Partido Comunista como por los jóvenes chinos. La economía y la sociedad de China continental y de Taiwán se iban pareciendo cada vez más. En ambos lados del estrecho se vestía igual o se fundaban empresas parecidas. Pero esta convergencia quedó inacabada en el plano político: ni Taiwán se volvió comunista, ni la China continental democrática. Los taiwaneses empezaron a entender su identidad desde esta diferencia política y no desde una historia nacional-cultural común.

Cuando Nancy Pelosi visitó recientemente Taiwán, también enmarcó su visita dentro de esta tensión entre democracia y autoritarismo. Pero, como ha argumentado el realista Elbridge Colby, el apoyo de Estados Unidos a Taiwán tiene como objetivo fundamental contener la hegemonía china. En la mentalidad estadounidense domina una especie de teoría del dominó 2.0: si Pekín controla Taiwán, podrá extender efectivamente su hegemonía en Asia Oriental para después hacerlo en todo el globo. Para contener a China, EE UU quiere implicar a potencias medias asiáticas en el conflicto de Taiwán, argumentando que ello es esencial para la estabilidad del Indo-Pacífico. Los japoneses se muestran partidarios: excolonizadores de Taiwán, para ellos la isla siempre ha sido un escenario estratégico. En cambio, el nuevo Gobierno conservador de Corea del Sur decidió no reunirse con Pelosi después de que esta visitara Taiwán.

China interpreta la visita de Pelosi como un paso más (y un paso importante) en un apoyo tácito estadounidense a un proceso de independencia en Taiwán. Si Pekín llega a creer que este apoyo va a incrementarse y otros países van a respaldar a Taipéi, dejando poco a poco atrás una política de mantener el statu quo, podría considerar que su mejor opción es bloquear o invadir Taiwán antes de que EE UU y Taipéi refuercen la defensa de la isla. Muchos analistas, incluidos estadounidenses, consideran que, hoy por hoy, China ganaría esta guerra. EE UU debe pensar bien qué señales quiere enviar a China. La visita de Pelosi ha sido un movimiento puramente simbólico que no ha ido acompañado de compromisos o material militar a Taiwán por si la situación escalase. La respuesta de China no ha sido simbólica. Ha rodeado temporalmente Taiwán mediante maniobras militares con fuego real, en lo que algunos analistas consideran entrenamientos para un futuro posible bloqueo de la isla. China también ha roto su cooperación con EE UU en materia climática, una de las escasas esferas donde ambas potencias podían colaborar.

Para el Partido Comunista de China, la reunificación con Taiwán es uno de los objetivos irrenunciables que ha prometido desde que acabó la guerra civil china. La legitimidad inicial del Partido Comunista se construyó por su capacidad de unificar el país después de décadas de división bajo señores de la guerra y colonizadores extranjeros. Por eso muchos chinos perdonan los crímenes de Mao: a pesar de sus millones de muertos, fundó un régimen unido y soberano. El Partido Comunista ha sido, sobre todo, un partido nacionalista más que un partido socialista. Su legitimidad tiene como gran pilar el mantenimiento de la unidad territorial china. La última pieza que falta es Taiwán. Nunca ha renunciado a ella, pero dejó el proceso de reunificación en pausa durante décadas de mutuo acuerdo con Estados Unidos. Ahora ambos se acusan de romper el statu quo.

En pocos meses, el secretario general Xi Jinping tiene un Congreso del Partido en el que quiere ser reelegido como líder. La visita de Pelosi ha llegado durante un tempo político crítico. Xi está ahora reunido con los séniores del Partido en las playas de Beidaihe, donde acuden cada verano para tener discusiones informales. Además de recuperar una economía dañada por la política de “covid cero”, Xi deberá demostrar, ante el Partido y la opinión pública, que es el líder indicado para gestionar la reunificación con Taiwán y la rivalidad con Estados Unidos. El Partido se juega mucho más que Washington si la isla se le escapa definitivamente de las manos.

Javier Borràs Arumí es analista de relaciones internacionales y autor de libro China Roja y gris (Alfabeto).

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