Taiwán, una crisis en ciernes

En 1979 sucedieron muchas cosas con consecuencias duraderas. Dos de ellas fueron la invasión soviética a Afganistán y la Revolución Islámica en Irán, que llevó al poder a un régimen decidido a recrear no sólo la sociedad iraní sino también gran parte de Medio Oriente.

Igual de importante fue la decisión de Estados Unidos de reconocer, a partir del 1 de enero de ese año, al gobierno de la República Popular China –administrada entonces como hoy por el Partido Comunista– como único gobierno legal de China. El cambio sentó las bases para un aumento del comercio y la inversión entre la mayor economía del mundo y su país más poblado, y permitió una mejor cooperación contra la Unión Soviética.

La diplomacia se basó en una compleja coreografía. En tres comunicados (de 1972, 1978 y 1982), Estados Unidos reconoció “la posición china de que sólo hay una China y de que Taiwán es parte de China”; y acordó rebajar sus vínculos con la isla al nivel de relaciones extraoficiales.

En tanto, Estados Unidos articuló sus compromisos con la isla en la Ley de Relaciones con Taiwán de 1979, declarando al hacerlo que vería con la mayor inquietud “cualquier intento de determinar el futuro de Taiwán por otros medios que los pacíficos”.

La ley estipuló que Estados Unidos apoyaría la autodefensa de Taiwán y mantendría la capacidad de acudir en su ayuda; pero no se aclaró si realmente usaría esa capacidad llegado el caso. Taiwán no podía dar por sentado que sí, y China continental no podía dar por sentado que no. El objetivo de la ambigüedad era disuadir a ambas partes de acciones unilaterales que pudieran desatar una crisis. En conjunto, los tres comunicados bilaterales y la Ley de Relaciones con Taiwán forman la base de la política estadounidense de “una sola China”.

Esta estructura resultó altamente eficaz. China continental disfrutó el mejor período económico de la historia, y llegó a ser la segunda economía del mundo. Taiwán, por su parte, también experimentó un avance económico espectacular, y se convirtió en una próspera democracia. Y Estados Unidos obtuvo estabilidad regional y vínculos económicos más estrechos con el continente y con la isla.

La pregunta es si esto no estará llegando a su fin. Por muchos años, los funcionarios estadounidenses temieron que Taiwán pateara el tablero: que no contento con la mera apariencia exterior de independencia, fuera por la independencia real, lo que sería inaceptable para el continente.

La dirigencia de Taiwán parece comprender que esa decisión sería un grave error. Pero se opone a la idea de que Taiwán se integre a China bajo la modalidad “un país, dos sistemas” –una fórmula que no consiguió proteger el estatus especial de Hong Kong– y se niega a avalar la terminología que usa Beijing para describir la relación entre el continente y la isla (el “Consenso de 1992”).

Pero ahora también China y Estados Unidos plantean un riesgo a esa estabilidad. China atraviesa una importante desaceleración económica, que deja a su presidente Xi Jinping en una posición potencialmente vulnerable, ya que los líderes chinos han derivado del éxito económico buena parte de su legitimidad. El temor es a que Xi recurra a la política exterior para distraer la atención pública del vacilante crecimiento del PIB.

Tomar el control de Taiwán sería el modo de hacerlo. A principios de este año, Xi reiteró públicamente el llamado de China a la unificación y se negó a descartar el uso de la fuerza. Lo que preocupa a algunos en la región es que no puede darse por sentado que un gobierno estadounidense que está saliendo de Siria, dando señales de que hará lo mismo en Afganistán y criticando todo el tiempo a sus aliados acuda en defensa de Taiwán.

Estados Unidos también parece menos dispuesto a proteger los ordenamientos diplomáticos que funcionaron por los últimos 40 años. Antes de ser designado asesor nacional de seguridad del presidente Donald Trump, John Bolton escribió en el Wall Street Journal que ya era “hora de revisar la política de ‘una sola China’”. Trump también fue el primer presidente estadounidense desde 1979 (presidente electo, en aquel momento) que estableció contacto directo con la presidencia de Taiwán.

Ahora cinco senadores republicanos le escribieron una carta a Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, exhortándola a invitar a la presidenta taiwanesa Tsai Ing-wen a hablar ante una sesión conjunta del Congreso estadounidense, un honor que casi siempre está reservado a jefes de gobierno o de Estado. Eso sería incompatible con el carácter extraoficial de la relación con Taiwán, y provocaría una fuerte respuesta del continente.

Nada de esto se da en un vacío, sino en un momento en que la relación sinoestadounidense está en el punto más bajo en 40 años, como resultado de las fricciones comerciales y del malestar de Estados Unidos con la asertividad de China en el extranjero y su incremento de la represión interna. Muchos estadounidenses, dentro y fuera del gobierno, quieren enviar un mensaje al continente y piensan que no se pierde nada al hacerlo.

Pero nada asegura que este cálculo sea correcto. Una crisis por Taiwán en la que China continental recurriera a sanciones graves, un embargo o el uso de la fuerza militar pondría en peligro la autonomía, la seguridad y el bienestar económico de la isla y de sus 23 millones de habitantes. En cuanto a China, haría estragos en sus relaciones con Estados Unidos y con muchos de sus vecinos, y sacudiría una economía que ya es inestable.

En cuanto a Estados Unidos, la crisis podría obligarlo a acudir en ayuda de Taiwán, con riesgo de que a eso le siga una nueva Guerra Fría o incluso un conflicto armado con el continente. Pero dejar Taiwán librado a su suerte dañaría la credibilidad de Estados Unidos y tal vez alentaría a Japón a reconsiderar su condición de estado desnuclearizado y su alianza con Estados Unidos.

Es decir, hay grandes riesgos para todos los involucrados. Lo mejor es evitar gestos simbólicos que resulten inaceptables para otras partes. Es verdad que el statu quo es imperfecto, pero es mucho menos imperfecto que lo que seguiría a acciones unilaterales e intentos de resolver de tal modo una situación que no admite una solución fácil.

Richard N. Haass, President of the Council on Foreign Relations, previously served as Director of Policy Planning for the US State Department (2001-2003), and was President George W. Bush's special envoy to Northern Ireland and Coordinator for the Future of Afghanistan. He is the author of A World in Disarray: American Foreign Policy and the Crisis of the Old Order. Traducción: Esteban Flamini.

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