Tal como éramos. Tal como somos

Hace frío. Mucho frío. El hombre del tiempo lo explica. Dice que estamos a punto de ser arrollados por un tren de borrascas. A mí me suena igual que si me dijera que se nos echa encima un tren de ilusiones, o de malos pensamientos (preferiría que éste descarrilara), o uno cargado de buenos propósitos o, mejor aún, de deseos. Esta es la época del calendario en la que nos invaden los dos últimos -buenos propósitos y deseos- para el nuevo año que llegará como una brisa marina, fugaz y etérea, y volverá a pasar de largo una vez más llevándose consigo una parte de lo que fuimos.

Creen algunos que es mejor no volver al pasado ya que el presente es lo único que importa. Sin embargo, somos lo que somos y quienes somos hoy gracias a lo que fuimos ayer. Y entiéndase por ayer desde hace una semana hasta hace veinte o treinta años, o puede que más. Transitamos por la, en ocasiones, dificultosa senda de la vida cargando con las heridas que el simple hecho de existir ha impreso en nuestra piel, y conviene no olvidarlas para no repetir cansinos errores que impidan que avancemos. Antonio Machado lo tuvo muy claro: «Al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar». Mirar atrás nos aproxima a la serenidad y torna más firmes nuestros pasos hacia delante. Consideraba Séneca que «es propio de una mente segura y tranquila recorrer todas las partes de su vida. Los espíritus de las personas ocupadas no pueden volver, ni mirar hacia atrás».

Las personas ocupadas, dice… En el último día del año solemos acordarnos de aquellos a quienes queremos pero con los que no hablamos desde hace meses. Notamos la ausencia a la que de manera involuntaria los hemos sometido. La vida enloquecida de las grandes ciudades es la coartada perfecta para convencernos a nosotros mismos de que no tenemos tiempo para nada ni nadie en esta hoguera de las vanidades en la que nos movemos atropelladamente. «Pues así comencé de pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad», se lamenta Santa Teresa de Jesús en su Libro de la vida.

Sin embargo, si nos detenemos por un instante a analizar lo que hacemos al cabo del día nos daremos cuenta de que emergen más momentos disponibles de los que imaginábamos almacenados en la recámara de las obligaciones incumplidas. Un tiempo embargado en el que, erróneamente, creemos que no caben la nostalgia o la ternura. Afirmaba Albert Boadella en este mismo periódico que, hace años, en la Navidad «había una euforia basada en la ternura con que la gente se felicitaba», pero que eso ya no ocurre. Y es que la gente, querido Albert, ya no se abraza como antes. Te diría que tampoco se besa como antes.

El hombre universal «hace muy feliz la vida, y traslada este placer a los amigos. Es un gran arte saber disfrutar de todo lo bueno», sentenció Baltasar Gracián en El arte de la prudencia. En ocasiones ese placer se oculta hábilmente tras los detalles más insignificantes. Abramos tan sólo un momentáneo paréntesis en cualquier actividad que nos tenga ocupados, para permitir la entrada en nuestros sentidos a una obra al piano de Erik Satie; o una ópera de Bellini, Casta diva, por ejemplo; o Spiegel im Spiegel, de Arvo Pärt; o el Dúo de las flores, de la ópera Lakmé del francés Léo Delibes, O mio babbino caro, de Puccini, en la voz de Maria Callas… o cualquier otra composición musical que forme parte de nuestra biografía sentimental. (Si tras leer este artículo el lector busca ese minuto necesario para comprobar lo que digo estoy segura de que lo encontrará. Todos lo encontraremos).

Mi último ejercicio literario me ha llevado a recordar tiempos pasados y cómo el destino nos obliga a veces a cambiar de rumbo sin que lo pretendamos. Me condujo a pensar en aquellos anhelos con los que fuimos creciendo, y en las personas que quiso la fortuna que se fueran quedando en el camino para dejar paso a otras que nos harían más felices. Cómo éramos en nuestra juventud, en esa etapa en la que parece que el mundo es infinito, tanto como nuestras ganas de devorarlo, nos convirtió en nuestro presente; en lo que nos mantiene vivos.

En estos días de celebraciones, en los que el paisaje urbano se transforma e ilumina como en ningún otro momento del año, parece flotar en el ambiente un empeño por que creamos en los sueños, igual que cuando éramos niños. Sueños como el de pensar que nos espera una furtiva sonrisa al girar una esquina insospechada de la vida porque así seguiremos teniendo la esperanza de que en cualquier momento pueda producirse una sorpresa que altere o sacuda nuestro estado, a pesar de las heridas. Aunque, de ocurrir, suele ser en los mundos de fantasía que encierran el cine y la literatura; raramente en la realidad (¿o sí…?).

Caminaremos a paso ligero, en la ya última noche del año, para llegar a nuestros destinos antes de que la ciudad se colapse por el desvarío pasajero que traen consigo las inminentes campanadas y las uvas. Es probable que, en la carrera, no reparemos en hombres y mujeres que, a pesar de la fecha y el frío, mucho frío de un tren de borrascas, siguen durmiendo en la calle, al raso, sin techo y agarrados a las orillas del desconsuelo. Hoy menos que nunca seremos capaces de traspasar su invisibilidad.

Nos parecerá mentira -¡qué rápido pasa todo!- que poco después se vayan apagando las luces festivas de pueblos y ciudades. En la mayoría de los hogares los adornos navideños, mudos testigos de la efímera armonía, de nuevo reposarán en cajas ajenos a todo hasta el próximo invierno. Y volverá a escaparse el tiempo en nuestras manos. Séneca tenía razón porque, en verdad, el tiempo presente es tan breve que no puede atraparse. Como ocurre con los propósitos para un nuevo año o los besos deseados que quizás no daremos nunca.

Mari Pau Domínguez es escritora y periodista.

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