También es 8 de marzo para las mujeres refugiadas

Cuando se visita un campo de refugiados rohingyá –desde agosto, más de 600 000 personas de esa etnia musulmana apátrida y perseguida han tenido que huir de Myanmar al vecino Bangladés–, lo primero que llama la atención es la aparente ausencia de mujeres. A pesar de que ellas representan más de la mitad de la población huida de las matanzas, violaciones y torturas, es casi imposible verlas. Parece que no están.

Una mirada más atenta permite descubrir la realidad: siluetas en la sombra de las tiendas, miradas furtivas a través de los falsos ventanucos. Las mujeres y niñas rohingyás están sujetas a normas socioculturales muy restrictivas. El infierno de violencia sexual del que han huido no termina en los campos. El riesgo de ser acosadas o violadas sigue muy presente. Recluidas, con acceso muy limitado a la información, no se atreven a salir de las tiendas donde el calor y la humedad son asfixiantes y el humo de las cocinas irrita los ojos y los pulmones. Las mujeres rohigyás viven encerradas por el miedo. Muchas de ellas ni siquiera salen para utilizar las letrinas compartidas –zona siempre de alto riesgo– y reducen, para ello, la ya insuficiente ingesta de líquidos y alimentos. Las rohingyás son un ejemplo demoledor de la discriminación lacerante que sufren las refugiadas. Si, al hecho dramático de dejar un hogar para huir de la guerra, la represión, los desastres naturales o la pobreza, añadimos la condición de mujer, los riesgos y el sufrimiento se multiplican y agravan y la posibilidad de encontrar una salida es mucho más difícil.

Las mujeres encuentran enormes obstáculos para desplazarse solas –muchas son viudas de la guerra y los conflictos armados–. La transacción sexual es la moneda más corriente de la que disponen para obtener ayuda y protección. Ante la inseguridad generalizada y las frecuentes agresiones de las que son víctimas durante un recorrido que puede durar meses, las refugiadas que huyen solas se ven obligadas a buscar el amparo de algún varón. Cuando finalmente, consiguen llegar e iniciar el procedimiento de asilo, con frecuencia, las administraciones ignorarán sus circunstancias específicas. La mera obtención de la documentación necesaria para iniciar los trámites es muchas veces inaccesible para las mujeres en los países de origen.

Los riesgos y los obstáculos no desaparecen necesariamente cuando acceden al territorio europeo. La Agencia de los Derechos Fundamentales de la UE ha alertado de la alarmante ausencia de datos de que disponemos –y que los Estados deberían recabar– sobre la violencia que se ejerce contra las mujeres y niñas llegadas a Europa, y la falta de instalaciones adecuadas, separadas y seguras en los centros de acogida. Según datos de ACNUR continúan acumulándose denuncias de acoso y violencia contra mujeres y niños en los atestados centros de detención de Grecia. Las víctimas raramente denuncian los hechos, temiendo complicar su procedimiento de asilo o por miedo al agresor. En algunos países, huir del centro de acogida o de detención para escapar de los abusos de los varones puede constituir un delito.

No solo es más duro ser refugiada siendo mujer, también se puede ser refugiada por ser mujer. La violencia de género, el matrimonio forzado, la mutilación genital, el feminicidio, la esterilización y el aborto selectivo, los crímenes de honor o la trata de personas con fines de explotación sexual son algunos de los motivos de persecución de las personas refugiadas por género. Todas esas causas suponen una grave vulneración de los derechos humanos y las víctimas deben tener el mismo derecho a solicitar asilo y obtener protección que quienes huyen de un conflicto armado.

Lo cierto es que, cuando en 1951, se redactó en Ginebra la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, las mujeres no estuvieron presentes en la mesa ni en los textos. Ese grave déficit se ha ido paliando, en las últimas décadas, mediante políticas y acciones para la protección de las mujeres desarrolladas por ACNUR, la agencia de la ONU para los refugiados. La atención más especializada hacia las refugiadas empieza a conformarse en 1990, pero hasta 2002 no se aprobarían las Directrices sobre la Persecución por Motivos de Género.

Incluso en 2018, solo 17 los 28 estados de la UE han ratificado el Convenio de Estambul, firmado por la propia Unión el año pasado, que constituye una sólida base legal para afrontar la violencia contra todas las mujeres y que también aborda cuestiones de migración y asilo.

La redefinición del concepto de refugiado para adecuarlo a las realidades y amenazas actuales es claramente necesaria, pero la revisión del propio enfoque de género no es menos apremiante. Las refugiadas no son solo las víctimas más vulnerables, también están mejor capacitadas para mantener la cohesión del grupo, son las defensoras más eficaces de los servicios indispensables y las administradoras más eficientes de los escasos recursos. La experiencia de las mujeres a la hora de reconstruir sus sociedades de origen es impresionante y tienen mayor capacidad de integración en la sociedad de acogida. Las mujeres refugiadas son mucho menos violentas que los varones y tienen un profundo sentido de la responsabilidad para con sus familias o su grupo de referencia.

Desde el Parlamento Europeo, venimos reclamando nuevas directrices europeas en materia de género que incluyan la acogida y un sistema de integración pensado para las mujeres. Si bien algunos países tienen en consideración la violencia de género a la hora de conceder asilo, no existe una práctica homogénea entre los estados ni se aplica de forma efectiva en la mayoría de los casos.

Por otra parte y liderado por la ONU, la comunidad internacional está elaborando un Pacto Mundial para los Refugiados (y otro sobre Migración). Aunque, lamentablemente, no vaya a ser un texto vinculante, sí es la primera gran oportunidad para recoger de forma transversal una correcta visión de género en esta materia.

Pero es clave escuchar a las mujeres a la hora de diseñar las políticas de protección y de desarrollo y la acción humanitaria. Este 8 de marzo, que queremos global, debe incluir a las refugiadas. Son las que más sufren y las más olvidadas, pero para ellas también es 8 de marzo.

Elena Valenciano es vicepresidenta del Grupo S&D del Parlamento Europeo.

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