Tambores de bipartidismo

En el horizonte electoral se oyen tambores de bipartidismo. Los ha debido de escuchar hasta Albert Rivera, que ayer levantó su veto a Pedro Sánchez y se abrió al «acuerdo nacional» para no quedarse sin sitio. Las encuestas apuntan una recuperación del PP y la consolidación del liderazgo del PSOE, barruntando un cierto efecto de retorno -de alcance aún impreciso- a la concentración del voto en las viejas fuerzas dinásticas como respuesta social al bloqueo político. Entre las élites dirigentes, en el alto empresariado, en los círculos de opinión influyente, empieza a correr con fuerza la idea del pacto de Estado para salir del bloqueo. Los ex presidentes González y Rajoy han apostado este fin de semana en el Foro de la Toja por una coalición transversal, más o menos explícita, que devuelva estabilidad a las instituciones. Hay una cierta lógica en esa tendencia: el sistema ha identificado en la fragmentación multipartidista una amenaza de colapso y se defiende de ella apelando a lo que mejor conoce: los esquemas clásicos. Una reacción conservadora que une a la socialdemocracia moderada con el liberalismo pragmático: volver a lo malo conocido -a lo imperfecto más bien-, dándolo prematuramente por regenerado, ante la ineficacia de las propuestas nuevas cuyo ímpetu disruptivo parece devenir en fiasco.

Ese movimiento en ciernes, que sólo las urnas de noviembre podrán confirmar, responde a un instinto autoprotector ante los síntomas de deterioro de la economía, la eventual agudización del conflicto catalán tras la inminente sentencia del Supremo y la evidencia de una crisis representativa que ha provocado en muchos sectores una sensación creciente de desaliento y de hastío. Pero los indicios en los que se basa son prematuros, próximos casi al pensamiento desiderativo. Por lo general, el cuerpo electoral es de reacciones más lentas y necesita más tiempo para rectificarse a sí mismo.

La candidatura de Pedro Sánchez no registra apenas crecimiento significativo en la intención de voto y las expectativas razonables de Casado están más cerca de los noventa -lo que ya sería un avance notable- que de los cien escaños. La penalización que pueda sufrir Podemos por su negativa a la investidura sanchista encontrará probablemente a Errejón como parcial beneficiario y el grueso de los votantes de Vox sigue dispuesto a mantener su opción, con la consiguiente dispersión en las circunscripciones que eligen pocos diputados. En realidad, los cálculos del optimismo bipartidista se cifran fundamentalmente en la esperanza de una sangría en la masa crítica de Ciudadanos, cuyos electores desengañados habrían de incrementar la facturación de sus rivales por ambos flancos. Eso es lo que trata de atajar su líder, en su penúltimo bandazo, al arrancar la precampaña con la puerta abierta a cualquier pacto. No está nada claro, en todo caso, que el PSOE y sobre todo el PP logren captar muchos simpatizantes naranjas por debajo de la franja de los cincuenta años. La abstención podría convertirse en el embalse que impidiera el trasvase automático.

Bastará, empero, que se produzca una recomposición interna en el bloque del centro-derecha para que la presión sistémica ya detectada vaya en aumento. El propio presidente juega implícitamente con ella al plantear su campaña como un movimiento de ocupación -formal, retórica, postiza- del centro. En un político como él, para quien el poder, con la colaboración que sea, constituye el único eje del proyecto, esa posición resulta esencial: le abre un abanico de apoyos potenciales que van desde el PP a la izquierda radical, incluso hasta un separatismo que lograse embridar siquiera en apariencia su talante insurrecto. Su discurso poselectoral será evidente: pedir la colaboración conservadora para no echarse en brazos de Podemos. Ya lo hizo en verano, sin ofrecer nada a cambio; en invierno, si no hay una mayoría socialpopulista nítida, se verá obligado a hacer alguna concesión, algún gesto. Y contará para ello con la complicidad de quienes ya empujan a favor de un gran acuerdo, del compromiso «a la alemana», ese viejo y nunca cumplido sueño.

Casado, de momento, está en otra cosa. La barrera de los cien escaños, todavía lejana, le permitiría soñar con la carambola. En todo caso, pretende obtener un resultado que le configure como jefe de la oposición sin dudas y le deje cuatro años para asentarse y reunificar de facto a las corrientes liberales y conservadoras. Insistir en el «bibloquismo» que Felipe González ha criticado en La Toja y que está presente y vivo en los gobiernos de la mayoría de las comunidades autónomas. Pero si no lo logra la ansiada alianza según el modelo de Andalucía y Madrid, se va a ver en una situación incómoda, una pinza entre el sentido de Estado y la necesidad de establecer una pauta propia. Gran parte de sus votantes no le perdonarían el apoyo, siquiera pasivo, a la investidura de un Sánchez por el que sienten verdadera fobia, y cada vez que éste adoptase alguna medida que consideren perturbadora, Abascal y Rivera le recordarían su responsabilidad con una aspereza más que enojosa. En el fondo, le convendría que fuese Cs el que facilitase el Gobierno de alguna forma.

Sin embargo, por más que arrecie la inercia pactista de las clases dirigentes, el elector tipo de la derecha aún se resiste a la concordia. No quiere consenso sino victoria. Lo que no entiende es que la fragmentación del voto opera en su contra y que sus deseos no se cumplirán hasta que no solvente esa paradoja.

Ignacio Camacho

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