Me acuerdo de un paquete de cartas amarillentas, atadas con un lazo, que a escondidas y aprovechando alguna ausencia de mis padres, iba leyendo sin enterarme mucho. Las había enviado el tío Gregorio desde el campo de trabajo de Boghari, en la Argelia francesa, donde le habían desterrado. Debían de ser de los años 1942-43 y yo no había nacido.
Lo que más me llamaba la atención de aquellas cartas de letra esmerada, digna de un pendolista, eran unos tampones en azul impuestos por el censor, que después de abrir la carta había sellado, con letra grande, mayúscula, excesiva: “¡Viva Franco! ¡Arriba España!”. Como se trataba de cartas que llegaban del extranjero, a ningún exiliado se le ocurría poner aquella barrabasada, cosa obligada en todas las que se enviaban desde territorio español, y por eso el celo funcionarial del chismoso lector de cartas ajenas añadía los gritos de rigor.
En la España del franquismo se retiró la censura postal generalizada a finales de los años cuarenta, aunque se mantuvo en cada central de Correos un departamento encargado de abrir las cartas que iban dirigidas a las personalidades “no afectas” al Régimen. Que yo sepa, salvo en casos muy especiales, no se ha vuelto a dar la apertura de correspondencia. También porque con la llegada de los “correos electrónicos” ha caído en desuso.
¿Quién me iba a decir que cuando le mando un correo a mi amigo Pau, apasionado de las nuevas tecnologías, experto en encriptados, podían leerme más de 20.000 funcionarios basura? Ya no podré confiarle, sin riesgos, que el mayor provocador de una inminente guerra en Oriente Medio es el Estado de Israel, y que Obama ha dado un giro a su política en la zona por razones que se me escapan, pero que la única que no me creo es que sea por el uso de gas sarín por el ejército de El Asad. Primero, porque con toda la probabilidad lo utilizaron los rebeldes, como escribió La Vanguardia, pertrechados por el régimen corrupto y fanático de Arabia Saudí, que posee fuertes arsenales de gas tóxico. Y además porque se cuidaría muy mucho El Asad de darle esa arma propagandística a sus adversarios, en un momento en el que la guerra islámica, teñida de guerra civil, se inclinaba a su favor. ¿Alguien me podrá explicar de una manera clara y rotunda quién demonios son y qué defienden los rebeldes que luchan contra la dictadura de El Asad?
Pues bien, estábamos refiriéndonos a un mensaje largo y tirando a farragoso, de los que ya no se llevan entre amigos. Pero al fin y al cabo una comunicación entre colegas. Lo de abrir las cartas era una antigualla. Se acabó el secreto. Los Estados Unidos de América son el Gran Hermano, dirigido por un negro que tiene peligrosamente el alma blanca, que es lo peor que le puede ocurrir, y al que muchos, yo incluido, hemos contemplado con mayor benevolencia por lo que significaba en una historia de esclavitudes y humillaciones.
Pero estamos en las mismas. Unos delincuentes de Estado controlan los correos –“las cartas privadas”– de todo el mundo, ya sean amigos, aliados o adversarios. Y ahí tenemos a los Tartufos de la pluma, autores que les quitan el aire a los columnistas literarios del mundo entero. Richard Ford, sin ir más lejos, un autor del que no se acordará nadie a partir de su muerte, le concedan o no el premio Nobel antes. Ha dicho: “Snowden tendría que volver a EE.UU. y enfrentarse a un juicio..., pero creo que tendría que ser absuelto, porque en el fondo nos ha hecho un gran servicios a todos”. ¿Y cuando le caiga la perpetua le mandarás bombones a la cárcel, señorito de la pluma? No lo hubiera dicho mejor Poncio Pilato. ¿Hubiera osado él hacer algo semejante? No denunciaría ni al alcalde de su pueblo, porque hay gente que nació para bailar el agua e imponer preceptos a los audaces.
Gracias a la temeridad de Snowden ahora sabemos algo que aún cuesta creer. Todos los gobiernos están bajo control de la red que dominan EE.UU. y el Reino Unido y apenas si nos llama la atención, fuera de la justa indignación de la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, de quien no les quedó nada por mirar ni en lo privado ni en lo público, y la bochornosa escena de un embajador español tratando al presidente de Bolivia de sospechoso e idiota al tiempo, en su intento de registrarle el avión a solicitud del Gran Hermano de EE. UU. La dignidad nacional de los corruptos españoles se limita a Gibraltar, y cuando están muy agobiados.
Acaba de juzgarse a un héroe. El soldado Manning. Le han caído 35 años por asumir la responsabilidad de explicar al mundo que su gobierno, y sus cómplices, son una panda de delincuentes que sólo se entiende entre las organizaciones de criminales, financieras o bélicas. Al día siguiente de la condena y de la más que previsible desaparición de Manning, grandes diarios, muy liberales, partidarios de la sociedad abierta y lectores cotidianos del gran Orwell –anduvieron con esa cantinela durante décadas– publicaban la novedad de que Manning quería ser mujer: “Llámame Chelsea”. No volvió a salir ni una línea. Me es indiferente si ese soldado valiente se quiere convertir en señora, elefante o tigre, cosa que le vendría bastante mejor, pero el estilo forma parte de esa impudicia del Estado todopoderoso para triturarte. Como los cuatro polvos de Julian Assange en Suecia; dos fueron de mutuo acuerdo, pero los siguientes se entienden como agresión sexual machista. Nadie hasta la fecha explicó la vida y andanzas de esas contadoras de coitos, pero sí de las consecuencias. Esos polvos de más le pueden costar la perpetua, si no la muerte.
Tipos como el soldado Manning, Assange, Snowden forman parte de una especie que continúa una gran tradición: la del rebelde occidental. Cada vez que oigo el consabido tópico sobre Zola y el Yo acuso me enervo; porque en la información, en su censura, hay una manipulación. Primero, el artículo no se llamaba Yo acuso, sino que el habilísimo Clemenceau entendió que ese era el título que iba a levantar una conmoción ante el escándalo Dreyfus. ¿Pero por qué no se sigue contando? A Zola le costó su ruina, procesos costosísimos, el exilio, los insultos más viles... y tardó varios años en recuperar el honor que la mayoría de sus colegas le habían mancillado.
Eso nunca le ocurrirá a Vargas Llosa. Lo tiene muy claro, la traición de Manning, Assange, Snowden es una vergüenza, porque EE.UU., con su presidente moreno a la cabeza –un corazón que late como el de Luther King–, lo único que pretende es protegernos a todos para evitarnos el mal y los peligros del terrorismo. “Ni Snowden ni Assange son paladines sino depredadores de la libertad que dicen defender”. Lo que se olvida de decir es que hasta la fecha el gobierno terrorista, por excelencia y experiencia, es el de EE.UU.; el que formó y armó a Bin Laden hasta que se escapó de su control; el que alimentó a los talibanes de Afganistán; el que controla todas nuestras comunicaciones con la complicidad de esas empresas de alta tecnología que se jactaban de ser limpias. Eso antes y durante la presidencia de Obama. Llevan la mierda hasta en las orejas, pero esa es una mierda que no huele, como el dinero.
Si avergüenza contemplar a esos señoritos rampantes, los Vargas Llosa, los Richard Ford, haciendo de palanganeros de una historia que avergonzaría a su siempre citado George Orwell y su granja, no digamos a los paniaguados locales, promovidos a sabios e intelectuales de ocasión. ¿Por qué no se animan a dirigir la granja? Ya tienen el manual de Orwell y además la gente se ha olvidado de que Stalin murió en 1953 y Franco en 1975. “Obama es maravilloso: ¡qué convicción!, ¡qué carácter!, ¡qué cercanía con la gente!”.
En casos como este siempre recuerdo a Hanna Arendt preguntándole a Heidegger qué veía de bueno en Hitler, y la respuesta del maestro de la Selva Negra fue elegiaca: “¿Se ha fijado en sus manos?”. Era un elogio de poeta; nada que ver con un ejecutor. No hago comparaciones, sencillamente cuento historias.
Gregorio Morán