Tan inocente es Morcillo como Zougam culpable

Coges EL MUNDO del lunes y te topas con este Morcillo de rostro amorcillado, empedernido fumador infumable, que esboza la justificación de lo injustificable. Amplías la portada en la tableta y te fijas en los restos de lo que fue su pelo engominado a lo fachilla, en la nariz de boxeador curtido en mucho toma y daca, en la mirada aviesa sobre las bolsas abultadas de los párpados, en las cejas agrestes y en el bigote y barba de malvado de ópera de Verdi. Te das cuenta de que también esta vez la cara es el espejo del alma y de que después de una vida de fechorías, mezclado siempre con el hampa y con la droga, este hombre dice la verdad.

Una verdad tan fácil de entender que se resume en cuatro palabras: «Yo asesiné a Brouard». Así de simple. Con un par… de tiros a la salida de su consulta; y otro más para rematarle en el suelo. ¿Brouard? Ah, sí, aquel pediatra que era uno de los principales dirigentes de Batasuna. Lo reivindicaron los GAL, ¿no? Sí, eso es, los GAL, en el 84, hace casi 30 años.

Sigues leyendo y descubres que Morcillo tenía un motivo poderoso. Ni conocía a Brouard ni le importaba demasiado la política. Pero se lo «pidió» su «compadre» y, claro, cuando un compadre te pide algo… Su compadre era un comandante de la Guardia Civil apellidado Masa que trabajaba para el Ministerio del Interior en la que nunca llegó a ser bautizada como Secretaría de Estado para la Guerra Sucia. Pues bien, resulta que aquel Masa, aquella Masa, tenía un problema. «Me dijo que si no lo hacíamos, su jefe lo echaba».

Amigo, eso eran palabras mayores. Aunque el mercado laboral no estuviera entonces como ahora, el puesto de trabajo es sagrado. Por ayudar a un compadre a conservar la estabilidad en el empleo, se hace lo que haga falta. Si hay que pegarle dos tiros a alguien, se le pegan. Y si hay que rematarlo en el suelo, se le remata. Faltaría más.

También hay que ponerse en el lugar del «jefe». ¿Qué es lo que exigía de aquella Masa encefálica y aquel Morcillo de los gorrinos del demonio? Pues lo que todos los jefes: productividad, que para eso os pagamos.

El jefe era «seguramente» Sancristóbal. ¿«Seguramente»? No, no es que le falle la memoria. Es que en relación a eso él es un mero testigo de referencia. Si su compadre le hablaba constantemente de Sancristóbal, pues es que era Sancristóbal. Pero, claro, él no estaba delante ni cuando le dio la orden ni cuando le dio la pasta.

¿Sancristóbal? A ti no te resulta difícil acordarte de él. Con su rostro aniñado, su aire de no haber roto en su vida un plato, su piquito de oro. Cerdán y Rubio le llamaban Piculín, debía ser por eso. Aunque se sabía de antiguo que se había forrado -pero forrado, forrado- con la recalificación de los terrenos de la Marconi, empezaste a prestarle atención cuando escuchaste su nombre de labios de Amedo con la grabadora en marcha: «Delante de mí Sancristóbal llamó a Barrionuevo: '¡Oye, ministro! Si te parece esta noche le soltamos'». Por ese testimonio y una nota manuscrita les condenaron a los tres por el secuestro de Marey.

Luego Piculín se revolvió contra ti. Seguro que no lo has olvidado. Fue uno de esos momentos estelares en la historia de nuestro Estado de Derecho. Tienes que contárselo un día a Soraya Rodríguez para que no le engañen sus mayores como con lo de Filesa. Resulta que empieza el telediario de las tres y no sale el presentador en el plató del Pirulí, sino el preso preventivo Sancristóbal en el plató de Alcalá-Meco; y empieza a despotricar contra el juez que le ha encarcelado y contra un tal «señor Z» que se supone que es todavía más malo que el «señor X». Y dos días después el abogado Santaella -que en paz descanse, era un buen hombre- te cuenta que Piculín le ha dicho a Mario Conde paseando por el patio de la cárcel que el «señor Z» eres tú y que te vayas preparando.

Pero déjate de rollos y vuelve a lo de ahora. La confesión del asesino. Estábamos en lo de la pasta. Entre píldora y píldora el achacoso hampón septuagenario cuenta cómo Interior pagó 25 millones de pesetas de todos los contribuyentes por matar al pediatra abertzale y a él sólo le llegaron cinco. Bueno, siete y medio; pero con eso tuvo que pagar a su compinche López Ocaña. ¿Quién se quedó los otros 17? Pues los jefes, los comisionistas, los intermediarios… Si es lo que tú dices siempre: cuando se pierde la honradez no se respetan ni los contratos de asesinato. Pobre Morcillo, le obligan a apretar el gatillo para que no echen del curro a su compadre y encima se quedan con el fruto de su trabajo. Un poco más y palma pasta.

¿No dirás que te da pena este pimpollo? Ah, ya… que lees y relees lo de que está «arrepentido» y pide «perdón» a la familia de la víctima, te frotas los ojos y no terminas de dar crédito. «Yo fui el ejecutor, pero se me mandó hacerlo, me obligaron, me forzaron…». Qué fuerte, ¿verdad? Todos imaginamos lo que diríamos si un etarra confesara, desde la impunidad garantizada, que le pegó dos tiros a un político del PP o del PSOE y le remató en el suelo y encima pidiera perdón a sus descendientes. Primero que se pudra en la cárcel y después que se arrepienta.

Al final lo que te interesa no son los motivos ni los sentimientos del asesino -de sobra conoces ya lo que es la banalidad del mal- sino los de los jueces que decretaron su inocencia. Y sobre todo los de Su Ilustrísima Non Bis in Idem, presidente de todos los tribunales constitucionales y supremos del orbe planetario. Por eso sales a la redacción y preguntas por qué absolvieron a ese tiparraco. Y enseguida te responden que había bastantes indicios contra Morcillo pero fue definitivo el testimonio de la enfermera: le vio un momento cuando volvió la cara pero durante el juicio dijo que no estaba segura de que fuera él.

La enfermera. ¿Quién era esa mujer, vivirá aún, qué pensará ahora? Joaquín Manso tarda 24 horas en contestarte pero lo hace con el más sorprendente de los datos: además de trabajar con Brouard, era y es la secretaria de Txema Montero, precisamente el abogado que ejerció la acusación. «O sea que tenía todos los motivos para haber dicho que sí, que reconocía a Morcillo; pero Montero le recomendó que siguiera el dictado de su conciencia y eso es lo que hizo».

Descoloque total. ¿A ver cómo les explicas a los lectores que los malos fueron esta vez los buenos y a la viceversa? Tal vez por eso estabas tan encendido contra el tal Non Bis in Idem ¡Cómo no se va a poder volver a juzgar a alguien que reconoce haber cometido el crimen! ¿Y si aparecen nuevas pruebas de carácter incontestable? ¡Qué clase de Justicia es ésta!

Es verdad que llovía sobre mojado porque la anulación de todo lo descubierto contra Manzano, por el mero hecho de que otro juez hubiera archivado una vaga denuncia sin investigarla, clama airadamente al cielo. Pero andabas ya farfullando que como te encontraras a ese individuo le ibas a agarrar por el Non, le ibas a retorcer el Bis y le ibas a patear en el Idem, cuando apareció Gimbernat.

A veces te atreves a contradecirle pero en la redacción, en materia de Derecho Penal, es como si hablara el oráculo de Delfos. Y Gimbernat te dice, claro, que el principio de que nadie podrá ser juzgado dos veces por los mismos hechos es la base de la seguridad jurídica, está en todos los ordenamientos penales y tiene como fin que un inocente absuelto no tenga que vivir toda su vida bajo la espada de Damocles de la reapertura del caso. ¿Y cuando el absuelto es culpable como ahora ocurre? Es el precio inevitable que de vez en cuando hay que pagar para proteger al inocente. ¿Y cuando el inocente es condenado? Gimbernat admite que el juicio de revisión es poco menos que una quimera y te sonríe con la melancolía intelectual del sabio que reconoce que la disciplina a la que ha entregado su vida no es una ciencia exacta.

Por eso llevas tres o cuatro días rebotado pensando en la injusticia clamorosa de la que es víctima Jamal Zougam porque tuvo la desdicha de que en su vida se cruzaran no una mujer íntegra sino dos mentirosas profesionales -así ha quedado acreditado en sede judicial a raíz de su demanda contra EL MUNDO-, dispuestas a sacar partido de la necesidad de presentar un autor material del 11-M en que se encontraban primero la Policía, luego el instructor Rompetechos y finalmente el juez que trabajaba a la vez en la sentencia y el libro de su mujer.

Y pides las declaraciones que en enero prestaron este hombre, su madre y sus hermanos y te vas conmoviendo más y más a medida que las lees por primera vez completas. Es un relato sencillo, sin ninguna malicia, sin ninguna fisura. Los cuatro estaban en casa a la hora en que estallaron las bombas en los trenes. No necesitas ser un lince para darte cuenta de que si quisieran haberle fabricado una coartada, Shamira, la hermana, no habría dicho que cuando ella se levantó Jamal dormía y ella cerró la puerta de su habitación, como todos los días, para no despertarle con el ruido, sino que habría descrito una detallada conversación familiar en torno a las primeras noticias de la masacre.

¿Qué hacer? Miras las conchas de galápago adheridas al rostro del falso inocente, te paras en el renglón en el que la hermana del falso culpable cuenta cómo llamó veinte veces a las puertas de la ley sin que Su Señoría se dignara recibirla, piensas en que lleva nueve años en una celda de aislamiento por un delito que no cometió, te das cuenta de que su última -o penúltima- esperanza estriba en que el cónsul rumano citado a declarar anteponga la dignidad humana a la conveniencia diplomática y sólo encuentras, más que consuelo, explicación en aquella sentencia de la Audiencia de Madrid, redactada por Antonio García Paredes, en la que paladinamente se reconoce que «la verdad periodística no tiene por qué coincidir con la verdad judicial, de la misma manera que ésta no coincide con la verdadera realidad de los hechos».

Es cierto que toda España sabe que hay tantas posibilidades de que Camps pagara por sus trajes como de que el Sol gire alrededor de la Tierra. Pero no es suficiente decirles a los tribunales eppur si muove. No al menos mientras tengas algo que ver con un medio de comunicación. La «verdad periodística» cuando es rigurosa y honesta tiene un valor testimonial indestructible. Por eso te sientes orgulloso de que un veterano como Antonio Rubio, ahora a través del Máster de Investigación, siga buscando a los culpables de los crímenes de los GAL -ojalá sea capaz de aclarar también el de Goena- con la tenacidad del reportero idealista que sigue llevando dentro. Por eso sólo puedes sentir desdén hacia aquellos colegas que levantan ante ellos una tupida cortadura de erizados adjetivos, no vaya a ser que una noche la verdad se deslice entre las sombras y se topen con ella al despertarse. Por eso tienes prácticamente decidido retirarles el saludo a los directivos de las cadenas de televisión que pretenden cumplir con el «interés público» del que son licenciatarios abotargando durante horas y horas a los ciudadanos de tu país con la contemplación del trasiego de criaturas ocasionalmente humanas de la piscina al trampolín, del trampolín a la piscina.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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