Tantas formas de racismo

Yo no vengo a justificar mi presencia ni mi existencia. Tantos años escuchando argumentos antirracistas en boca de quienes nunca sufrieron discriminación alguna ha acabado por dejarnos sin palabras cuando pretendemos alzar la voz contra todas las formas de racismo que vivimos nosotros, nuestros padres y nuestros hijos, cualquiera de los que, por procedencia, por características externas y sobre todo por pobreza, somos sistemáticamente considerados otros. Ya nadie habla de raza para justificar su racismo, ni siquiera quienes lo tienen en los pilares fundamentales de sus postulados ideológicos, pero la raza ha sido hábilmente sustituida por otros eufemismos que vienen a significar lo mismo: cultura, nacionalidad, procedencia, origen son solo algunos de los palabros que hoy manejamos para referirnos a quien consideramos distinto, sí, pero distinto en tanto que inferior. Si lo único que buscáramos con tales contorsiones lingüísticas para adaptarnos a la corrección política no fuera más que la de describir asépticamente lo que nos hace distintos, no nos harían falta los matices que separan al inmigrante del extranjero, al moro del árabe, al negro del africano. Lo que demuestra, una vez más, que el cambio en el lenguaje no solamente no cambia la realidad, sino que puede camuflarla de modo que resulte difícil incluso nombrarla.

Uno de los problemas que plantea la cuestión racial en España es que parece imposible abordarla desde nuestra realidad concreta, como si no pudiéramos articular discursos y debates propios acerca de los temas que atraviesan el mundo en estos momentos y nos conformáramos con repetir las consignas, el léxico y los argumentos de países como Estados Unidos, en una suerte de colonización de las reivindicaciones de las minorías. Hinquen ustedes la rodilla en el suelo en señal de solidaridad con George Floyd y como gesto de rechazo al racismo, pero no den con esto terminada la cuestión en España porque aquí apenas hemos empezado a hablar públicamente de racismo. A pesar de tener un pasado colonial propio, de que ya hace décadas que este es un país al que llegan más inmigrantes de los que se van, sigue siendo difícil que mediática y políticamente se aborde este debate con algo de profundidad.

Quienes llevamos años reflexionando sobre nuestra propia condición de otros nos encontramos a menudo con un contexto en el que primero tenemos que explicarnos y luego podemos argumentar y exponer nuestro pensamiento. Por un desconocimiento general de la propia población que a estas alturas resulta incomprensible. Tal vez uno de los mecanismos que hacen más difícil el cambio de percepción sobre la realidad sea el de representar al otro siempre en el momento en el que llega, la foto fija que nos encierra en el aterrizaje inicial, ya sea el nuestro o el de nuestros antepasados.

El racismo español no es igual que el racismo americano porque la construcción histórica de la alteridad es distinta y porque siguen existiendo actitudes racistas completamente normalizadas que no vemos más que en el ojo ajeno. No se pregunten ustedes por la brutalidad policial, pregunten por nuestra condición de frontera de Europa y lo que en torno a la vulneración de derechos comporta, pregúntense cuánto tarda una persona que llegó de pequeña a España en obtener la nacionalidad española, por qué en función de algo tan dudoso como la consideración de madre patria existe una diferencia tan enorme entre alguien que nació en Latinoamérica y alguien que lo hizo en Marruecos. Al primero se le pedirán dos años de residencia permanente ininterrumpida mientras que al segundo se le exigirán diez años. Por no hablar de la demora en los trámites, que mantiene a muchos en vilo a la espera de la ciudadanía plena. Que la Constitución no discrimine a los ciudadanos españoles no significa que no discrimine a todos los que habitan en el país. Pregúntense también por las condiciones de semiesclavitud en las que trabajan los temporeros y por qué a las mujeres que recogen la fresa se les exige que tengan cargas familiares “en origen”, no sea que se les pase por la cabeza instalarse en el lugar en el que trabajan y quieran tener a su lado a sus hijos. Pregúntense por qué ni siquiera la fuerza del cuerpo doblegado de sol a sol sirve para ganarse la consideración de ser humano.

No hay razones de utilidad pública ni económica para reivindicar nuestro derecho a estar presentes o a existir. Es este uno de los argumentos racistas que resultan tremendamente denigrantes, puede que porque a menudo los escuchamos en boca de quienes menos esperamos, de aquellos que no se consideran racistas, pero repiten sin complejos que merecemos ser tenidos por personas porque resultamos útiles. Necesitamos inmigrantes para que trabajen en lo que no queremos trabajar nosotros, para mantener nuestra pirámide demográfica, para cuidar a nuestros mayores. ¿Y qué pasaría si no les fuéramos útiles? ¿Mereceríamos entonces quedarnos donde nacimos? ¿Verían ustedes con buenos ojos que se nos privara de libertades tan apreciadas por quienes tuvieron la suerte de nacer en Occidente como la de viajar sin exceso de trámites, de instalarse allá donde quieran? ¿De trabajar en lo que deseen? ¿De escoger una vida y un futuro? Confieso que me duelen más los argumentos que nos instrumentalizan que el rechazo abierto y sincero. ¿Acaso ustedes se van a vivir a Australia para mantener la pirámide demográfica en las antípodas? ¿Pasan un año en Estados Unidos para cuidar de los ancianos americanos? Nos niegan así la existencia independiente de sus propias necesidades porque, en el fondo, como todo buen racista, saben que a quienes vinimos no nos quedaba otra.

Por esta razón, procediendo de ciertos países, teniendo ciertos rasgos, cierto origen o cultura, resulta tremendamente difícil tener la sensación de ser una más en esta sociedad. La discriminación explícita y evidente es molesta, pero aprendemos a vivir con ella. No hay argumento posible capaz de desmontar el prejuicio y el racismo profundo, el rechazo visceral. Con los racistas clásicos no me peleo ni me hieren sus actitudes porque soy muy consciente de que vivimos en países distintos: yo, en el país donde todas las personas somos iguales, ellos, en el de los rancios postulados excluyentes donde nadie oyó hablar nunca la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La condescendencia paternalista resulta mucho más difícil de desactivar. Quienes se creen mejores que los trogloditas primarios, pero no se sonrojan cuando nos infantilizan, nos folclorizan, nos exotizan, alaban las diferencias que nos presuponen, nos encierran en una esencia de bondad y deciden por nosotros cómo tenemos que ser otros e incluso cómo tenemos que ser antirracistas. Y cuando intentas describirles su racismo se indignan ante lo que consideran una acusación injusta en una actitud que acaba siendo alienante.

Andamos lentos con estos temas en España y no creo que la solución sea tomar el atajo de importar el debate de Estados Unidos. Mejor será que veamos nuestra propia paja, cómo en el espejo de las representaciones culturales y mediáticas, por poner un ejemplo, los otros seguimos siendo invisibles. A menos, claro está, que nos conformemos con ser la nota de color con la que cubrir el expediente.

Najat el Hachmi es escritora.

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