Tápense la boca

Tápense la boca

Las máscaras que más me gustan son simples bandanas que la gente usa como si fueran salteadores de diligencias. Más allá de las N-95 blancas y las quirúrgicas celestes —tengo ambas—, me atrapan las hogareñas hechas con varias capas de paño y un filtro de polipropileno. Tienen mariquitas impresas, tiburones, flores, monos, los dientes de un perro: gente torciéndole la mano a la tragedia.

Algo ha cambiado. En el pasado, alguien con cubrebocas estaba enfermo, daba miedo. La crisis modificó el sentido: lo que era malo ahora es bueno. La pandemia incorporó las máscaras a la cultura. Las marcas de ropa las promocionan junto a vestidos de temporada —una St. John de seda atigrada puede costar 40 dólares y 85 la “Libellulla” de Emilio Pucci (está agotada)—. El tapabocas se convirtió en una herramienta de salud pública. Solidaridad y cooperación, hay pocas cosas más transparentes que una máscara.

Pero también pocos símbolos se han ubicado con tanta facilidad en el centro de nuestras guerritas culturales. Miles de millones de personas las usan y cientos de millones las rechazan. El cubrebocas define dónde nos situamos como individuos: acepto este pequeño sacrificio personal porque cuidándome también cuido o rechazo que el gobierno se extralimite violando mi libertad de vivir como quiero. El altruista o el libertario. Y eso es un problema: solo necesitas de un buen número de asintomáticos desenmascarados para ayudar a mantener en circulación al coronavirus. Luego, hospitales en problemas, países cerrados, economías paralizadas, muertos.

Por supuesto, hay medidas más efectivas para evitar la COVID-19 —respetar confinamientos, mantener la distancia social, lavarse las manos a menudo—, pero no hay discusión sobre el valor de los tapabocas: la máscara contribuye a evitar contagios. La ciencia ya lo probó y los países que más las usan han manejado mejor la crisis. Hoy más de 50 naciones obligan al uso público del cubrebocas.

Igual seguimos en problemas: abundan ciudadanos que las desdeñan, debaten su utilidad y rechazan que un pedazo de tela o fieltro se pose en sus rostros y les afee su indiscutible individualidad. Los barbijos alientan falsas dicotomías entre libertad personal y colectivismo estatal y enervan a devotos de gobiernos que dicen sacrificarse contra élites malévolas.

Claro, no es nuevo que un trozo de fieltro se haya convertido en un rehén político. También hubo rechazos a las leyes sobre el aborto, la prohibición de fumar en restaurantes o la obligación de usar cinturones en los autos y cascos en las motos.

Aunque los antimáscaras son minoría —un tercio de estadounidenses y británicos todavía salen sin máscaras—, tienen un amplificador del egoísmo en muy notorios dirigentes. Y, es curioso, esos hombres dirigen los países con más muertos por la COVID-19: Estados Unidos, Brasil, México y el Reino Unido.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se ha burlado de las máscaras y recién usó una por primera vez en julio, cuando el fracaso de su respuesta a la pandemia hizo inocultable la expansión del coronavirus por Estados Unidos. El primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, las evitó hasta que se enfermó, y debió cambiar de idea y de estrategia. El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, se la puso obligado por un juez.

Y luego está el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, quien ha creado una lluvia de excusas para esquivarlas. En abril dijo que sus funcionarios de salud no le recomendaban ponerse cubrebocas. Y en apenas unos días pasó de decir que no está demostrado que los tapabocas ayuden, que se pondría uno si la reactivación económica dependiera de ellos y, al final, que lo hará cuando no haya corrupción. No es una banalidad que López Obrador niegue la ciencia por un lado y condicione usar cubrebocas a que ocurran dos eventos fantásticos.

Los gobernantes transmiten la dimensión de una crisis con gestos, símbolo, actos. Es rara la incoherencia entre idea y práctica: quienes menoscabaron la pandemia suelen desmerecer las medidas de protección personal. ¿Qué hay en el comportamiento de quienes se niegan a protegerse y proteger? La terquedad del ignorante.

Trump, AMLO, Bolsonaro, Johnson, entre otros, son líderes mesiánicos que se vanaglorian de ir a contracorriente. Son personalistas mágicos: la realidad debe ajustarse a su deseo, y su deseo a menudo dista de ser razonable. Tienen visiones invariables del mundo, se han educado en la oposición permanente, hijos de una comprensión del poder vetusta donde el jefe no puede ser vulnerable. Para un macho, protegerse es de blandengues.

Ahora, si ellos son un problema, los seguidores de su ejemplo representan un dolor de cabeza para la salud pública. En Estados Unidos, el tapabocas está politizado (es tan absurdo como suena). Hace unos días, cuando le prohibieron entrar a una tienda de donas por negarse al cubrebocas, un pastor pro-Trump vociferó en un video: “¡Esto no es comunismo!”.

El canon de la irracionalidad ha ganado creyentes vocingleros incluso en países donde la ciencia triunfó sobre el sinsentido político. Hace unos días desfilaron sin máscaras por Berlín miles de activistas antivacunas, militantes de ultraderecha y antitapabocas. Le llamaron “Día de la libertad”. Mostraron carteles que pedían encarcelar a Angela Merkel.

Déjenme decirles esto: asumamos la reconvención vecinal como si fuéramos abuelos malhumorados con razón. A los presidentes necios, denles la espalda. Desobedézcanlos, confróntenlos: están equivocados. E inviten a cubrirse a quien vive a pie de calle, una y otra vez. Si usted es de los que cree que la máscara es una exageración, sepa que el pez muere por la boca: piense dos veces antes de cometer la tontería voluntaria de dejarla descubierta. No cierre el pico, si lo desea, pero tápese la boca. Con el barbijo puesto su gruñido también se oye.

Diego Fonseca es colaborador regular de The New York Times y director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur, su nuevo libro de perfiles, se publicará pronto en España.

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