Por Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto (ABC, 31/12/05):
QUÉ vulnerables han sido las palabras y los ojos. Qué vulnerables son ante el poder, legítimo o no. Siempre les han acechado peligros incontables y por su esencial fragilidad siempre han sido objeto de constantes ataques. Desde sellar a fuego la mirada hasta sepultar los labios con una buena cantidad de tierra, la historia ofrece una extensa gama de métodos eficaces para cegar y hacer callar a los que querían ver y decir algo. Hubo tiranos en la Antigüedad que soñaron con cegar a sus súbditos para acabar con los ojos que a hurtadillas vigilaban su impunidad. De la Inquisición y su forma de quemar hombres se ha escrito lo suficiente para saber cómo la existencia se convirtió bajo su gobierno en un ejercicio de representación colectiva, en el que nadie era lo que decía ser. Sobrevivir era el único objetivo. Recuérdese aquello que decía Moratín en el siglo XVIII:
«No escribas, no imprimas, no hables, no bullas, no pienses, no te muevas y aún quiera Dios que con todo y con eso te dejen en paz».
Convertir la voz en polvo. Hacer de la mirada piedra. Cualquiera que sea la época que visitemos siempre encontraremos furias revolviéndose contra la palabra y los ojos. Déspotas de Dios, generales y faraones comunistas han sido amigos de la indiferencia y desinterés de sus súbditos, de la palabra asfixiada y los ojos vacíos.
Cuántos inquisidores voluntarios y comisarios políticos entregados a pisar los talones del librepensador que quería hablar y escribir en nuestro pasado. ¿Cuántos en el horizonte, preparados para quemar papeles o hacérselos tragar a quien ose escribirlos? Tampoco hoy, como recientemente ha demostrado el Parlamento catalán, ni siquiera en democracia, estamos a salvo de esta plaga histórica. Curiosa unanimidad -excepción hecha de Piqué y sus solitarios correligionarios- la de estos diputados que entregados a la construcción de una patria devuelven a sus ciudadanos a los tiempos de la mordaza. Curiosas competencias las atribuidas al Consejo Audiovisual de Cataluña, que ponen al periodista y su libertad de ojo y de palabra bajo la vigilancia política de funcionarios partidistas, erigidos por ley en nuevos y celosos guardianes custodios de la verdad.
¿Será que hemos condenado el franquismo para gratificar solamente nuestra conciencia con nuestra indignación y que cuanto más fuerte y petulante era nuestra indignación y más tranquila se mostraba la conciencia más nos parecíamos al aborrecido? ¿Habrá que decir que en España el inquisidor ha cambiado de hábito, pero no de alma, que nuevas quimeras le sorben el seso, pero sigue medrando y ejerciendo según los totalitarios mandatos de la sangre y de la tierra? No en vano Nietzsche escribió: «No luches contra monstruos, pues te convertirás en uno. Cuando miras al abismo, el abismo también te mira a ti».
Quizá de tanto aborrecer la España uniformista y dogmática del dictador, de tanto vituperar a los cortesanos del inquilino de El Pardo, los constructores de la nación catalana han terminado convirtiéndose en su caricatura. ¿De qué otra manera explicar si no el hecho de que hasta los representantes políticos que se llaman a sí mismos progresistas y republicanos hablen en Cataluña el mismo dialecto del falangista y su homónimo soviético? ¿Será una deformación que les viene de cuando hacer política significaba conspirar entre unos pocos, rodeados por el enemigo, y proyectar un Estado en el que ellos mismos, en tanto poder único, definirían qué era lo democrático y qué no lo era? Cuando al primer comisario del pueblo para la Cultura de Stalin se le echó en cara haber instaurado un régimen de censura respondió también con las palabras que ahora repiten los diputados catalanes frente a quienes les reprochan su tic autoritario:
«¡Censura! ¡Qué palabra más horrible!»
Hay, sin embargo, varias razones para sentir estupor. Cuando éramos niños y nos daba miedo una película cerrábamos los ojos para no seguir viendo, pero los peligros latentes en el afán intervencionista y comisarial del tripartito catalán son demasiado reales para que se desvanezcan mediante ese remedio infantil. Hay pesadillas y formas de miedo que no se disipan tan fácilmente. Porque... ¿qué significa que un funcionariado político juzgará el contenido de las informaciones para decidir sin son veraces o no? ¿Supone que el periodista, como en la actual República de Turkmenistán, deberá atenerse a un voto nacional de lealtad? ¿Es decir, que antes de hablar habrá de avisarse silencio y repetirse...?:
«Que mi mano se paralice el día que la levante contra ti, oh Turkmenistán. Que mi lengua se deseque el día que hable mal de ti, oh mi patria querida. Que mi aliento se extinga el día que te traicione, oh Turkmenbashi -caudillo de los turcomanos», título éste que, como buen pachá moderno, se atribuyó el primer presidente de esta ex república soviética al derrumbarse el Imperio forjado por Stalin.
Porque... ¿qué quiere decir que el control sobre la veracidad y pluralidad de la información corresponde al Consejo Audiovisual de Cataluña? ¿Son verdad las famosas comisiones del tres por ciento? ¿Son verdad o falsedad las conversaciones del líder de Esquerra Republicana con ETA? Cuando los políticos se conceden a sí mismos la facultad para fijar qué es y no es cierto no sólo tapian esos dos glóbulos de materia blanda, de irisaciones delicadas pero de inquietante fijeza e insistencia que es la mirada ajena, condición necesaria para la existencia de la opinión pública y de una sociedad informada y capaz de controlar el ejercicio del poder político, sino que también se dotan de la capacidad para reescribir el pasado y manipular el presente a su conveniencia. Llegado el caso, si el líder político dice de tal hecho «eso no ocurrió», pues no ocurrió.
Hace poco Turquía nos ha dado un ejemplo de los riesgos que entraña conceder al funcionario nacionalista la potestad de fabricar verdades y certezas. El pasado mes de febrero el escritor Orhan Pamuk dijo que en Turquía habían muerto asesinados un millón de armenios y 30.000 kurdos. Entre los historiadores serios de todo el mundo es bien sabido que, en la época otomana, numerosos armenios fueron deportados, acusados de haber tomado partido contra el Imperio durante la Primera Guerra Mundial, y muchos fueron asesinados por el camino, pero los portavoces de Estambul siguen negando aquel genocidio. Tan pronto como desafió el tabú, Pamuk sufrió su furor. Varios periódicos emprendieron campañas de insultos contra el escritor, algunos columnistas llegaron a decir que había que silenciarle de una vez por todas, grupos extremistas organizaron concentraciones y manifestaciones para protestar contra la traición y, finalmente, un fiscal le abrió un proceso por haber denigrado públicamente la identidad turca.
Un caso extremo, se dirá. Pero quizá no tanto. Porque... ¿qué lógica guía a unos representantes políticos que se quejan de que sus enemigos de Madrid difunden por el mundo informaciones falsas de Cataluña, mientras a las voces críticas del interior responden con un nacionalismo violento e intolerante? Cuando pienso en la reacción airada que provocó aquel grupo de intelectuales catalanes con su manifiesto por Un nuevo partido en Cataluña o en la profesora de la Universidad del País Vasco a la que se impidió dar una conferencia porque su pertenencia al Foro de Ermua y sus ideas sobre el nacionalismo la invalidaban como testigo complaciente, imagino a Pla y a Gaziel carcajeándose del espíritu democrático de sus paisanos.
¡Tan difícil les resulta comprender a los parlamentarios catalanes de izquierdas y derechas que privamos de su humanidad a quienes negamos la palabra, que los dejamos indefensos y absurdos! Contra lo que piensan los ingenuos también en democracia se puede asfixiar la libertad, pues ésta y aquélla no son términos equivalentes sino complementarios. Sin libertad la democracia es despotismo, sin democracia la libertad es quimera. Logro precario y frágil es y ha sido la unión de ambas, pues la libertad resulta preciosa como el agua y, como ella, si no la guardamos, se derrama, se nos escapa y se disipa. De ahí que se vuelva tiranía en cuanto pretendemos imponerla a los otros. De ahí que la libertad de opinión sea siempre la libertad de aquél que no piensa como nosotros. Su libertad, hecha de palabra y de ojo, es condición de la mía. De ahí que en su isla Robinson no sea realmente libre, pues aunque no sufre voluntad ajena y nadie le constriñe, su libertad se despliega en el vacío. Como la del déspota, está poblada de espectros. Como Cataluña, está poblada de déspotas. He ahí nuestro drama. Sus gobernantes anhelan súbditos como el Edipo que camina con los ojos arrancados para no ver la realidad que lo circunda.