Tarancón y la Transición democrática española

El centenario del nacimiento del cardenal Vicente Enrique y Tarancón, que se celebra este año, me parece un momento oportuno para reflexionar en voz alta sobre su contribución y la de la Iglesia católica a la Transición democrática española. Historiadores, politólogos y teólogos coinciden en reconocer que la Iglesia católica en su conjunto prestó una valiosa colaboración en el paso de la dictadura a la democracia. A veces se tiende a atribuir esa contribución exclusivamente a la jerarquía eclesiástica. Es justo reconocer, sin embargo, que junto a ella jugaron un papel muy importante también numerosos colectivos cristianos, como los movimientos apostólicos de la Acción Católica, los sacerdotes obreros comprometidos con la clase trabajadora, las religiosas y los religiosos encarnados en los suburbios de las ciudades, los sacerdotes que trabajaban pastoralmente en zonas de marginación, los teólogos inspirados en el Concilio Vaticano II, los agentes de pastoral en el mundo rural, etcétera. A estos colectivos hay que sumar revistas de información religiosa y de reflexión teológica, corrientes de pensamiento cristiano identificadas con los pobres como la teología de la liberación asumida por amplios sectores de la Iglesia, organizaciones como Cristianos por el Socialismo, Comunidades de Base, Justicia y Paz, entre otros.

Un papel importante y de manera bien visible jugó el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal Española durante los últimos años del franquismo y el comienzo de la Transición política. Había sido nombrado obispo con el consentimiento del general Franco a mediados de los años cuarenta del siglo pasado, pero desde muy pronto se mostró moderadamente crítico con el régimen franquista en el terreno social y en los últimos años de la dictadura fue un defensor de la democracia.

El desafío que tenían los obispos a partir de los años setenta era deconstruir el edificio nacional-católico, considerado consustancial a la dictadura, que ellos mismos habían ayudado a levantar a través de un discurso y de unos símbolos legitimadores del sistema y de unas prácticas religiosas orientadas a la sumisión del pueblo. «La Religión Católica, Apostólica y Romana -decía el Concordato de 1953- sigue siendo la única de la Nación española y gozará de los derechos y prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico». Ésa era precisamente la clave de bóveda del edificio nacional-católico que había que desmontar.

El Vaticano II jugó un papel fundamental en el desmonte. Los obispos españoles tardaron -unos más que otros- en poner manos a la obra de deconstrucción. Eso sucedió ejemplarmente en la asamblea conjunta de obispos y sacerdotes celebrada en 1971, momento clave de superación del viejo orden confesional, de ruptura, al menos formal, con la dictadura y de autocrítica eclesial. Las conclusiones aprobadas son la mejor muestra del cambio que se estaba produciendo en la Iglesia católica española.

De entre las muchas autocríticas que se formularon en la asamblea conjunta, hay una de claro tono penitencial, de profundo sentido evangélico y de fuerte contenido político, la que pedía perdón por no haber sido agentes de paz durante la Guerra Civil. Era moderada en el tono, pero contundente en su contenido: «Reconocemos humildemente y pedimos perdón porque nosotros no supimos a su tiempo ser verdaderos ministros de reconciliación en el seno de nuestro pueblo, dividido por una guerra entre hermanos». Desgraciadamente no prosperó, porque no consiguió las dos terceras partes de los votos requeridos según establecía el reglamento. Siete lustros después, la jerarquía católica española sigue sin pedir perdón por su apoyo al levantamiento militar y por su colaboración con la dictadura.

Los cambios de mentalidad, de discurso teológico y de prácticas pastorales fueron posibles, entre otros factores, gracias a un clero joven, abierto a los aires renovadores del Concilio Vaticano II y a los cambios y transformaciones que estaban produciéndose entonces en la sociedad española. El cardenal Tarancón fue uno de los obispos españoles sensibles a los nuevos climas culturales y al mensaje renovador de amplios sectores de la sociedad y de la Iglesia católica españolas. Aun cuando buena parte de las conclusiones de la asamblea conjunta se quedó en mera declaración de intenciones, por la presión de sectores integristas ante el Vaticano, las cosas no volverían a ser iguales.

Importante fue su actuación en el conflicto provocado por la homilía -acusada infundadamente de separatista- del obispo de Bilbao monseñor Añoveros en 1974. Tarancón no compartía los planteamientos de Añoveros e incluso llegó a considerarlos poco responsables. Sin embargo, defendió al obispo vasco ante las autoridades políticas y evitó que fuera 'desterrado' a Roma, cuando ya estaba preparado el avión para su traslado en el aeropuerto de Sondika. Se dijo que tenía redactada la excomunión del general Franco para hacerla pública en el caso de que se hubiera consumado la expulsión del obispo de Bilbao.

Grabada en nuestra retina y en nuestros oídos tenemos todavía la ceremonia de entronización del Rey, legitimada por la Iglesia católica, dos días después de la muerte de Franco. En la misa celebrada en la iglesia de los Jerónimos de Madrid el 22 de noviembre de 1975, el cardenal Tarancón recordó a Juan Carlos I que debía ser rey de todos los españoles y especialmente de los pobres. La escena resultaba a todas luces medieval: el jerarca católico dando consejos al rey católico, pero el mensaje respondía moderadamente al sentido liberador del Evangelio.

La ambigüedad caracterizó el comportamiento de la jerarquía, incluido el cardenal Tarancón, en el debate constitucional. Los obispos reclamaban que la Constitución salvaguardara la concepción cristiana del ser humano y de la sociedad como elemento fundamental de nuestra cultura. La mayoría de ellos aceptó de buen grado que el nombre de Dios no apareciera en el texto constitucional. Pero ejercieron todo tipo de presiones para lograr que se hiciera una referencia explícita a la Iglesia católica en el artículo 16.3, con el apoyo decidido del Partido Comunista y con la inicial resistencia del Partido Socialista. El texto quedó así: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de colaboración con la Iglesia católica y las demás confesiones religiosas». La segunda parte del texto me parece de dudosa constitucionalidad, por cuanto es contraria a los principios de igualdad y de no confesionalidad. Fue, sin duda, el precio a pagar por que la Iglesia católica se incorporara al espíritu de consenso que caracterizó la Transición democrática, aunque no faltaron momentos de tensión por la posterior resistencia de la jerarquía a aceptar leyes consideradas contrarias a su concepción moral.

Considero de especial relevancia política la actitud del cardenal Tarancón ante la creación de partidos democristianos. No consideraba conveniente la existencia de partidos confesionales con el apellido de cristiano, si bien creía conveniente, «y hasta necesaria», la constitución de partidos de inspiración cristiana, mas no para servirse de la Iglesia en el terreno político, sino para una defensa más eficaz de los derechos humanos, la implantación de la auténtica justicia social y el respeto a la libertad. Aun cuando este planteamiento pecaba de ambigüedad, influyó positivamente en la emancipación de la vida política y de sus instituciones de toda tutela religiosa.

Juan José Tamayo, director de la cátedra de Teología y CC. de las Religiones de la Universidad Carlos III.