Tarta de Hitler al horno

Los testimonios directos sobre la vida íntima de Adolf Hitler han sido muy escasos y, por razones obvias, a menudo carentes de fiabilidad. Todavía hoy se discute si fue realmente vegetariano o si no fue más que una invención propagandística para potenciar su carisma y ascetismo de líder. Aunque sí parece bastante claro que sus problemas digestivos, que le provocaban flatulencias y sudores, le llevaron progresivamente a una dieta casi vegetariana. Pero de nuevo está ahí la propaganda al acecho. El bueno de Adolf no soportaba que se hiciera sufrir a los animales y quedó traumatizado por una visita a un matadero. Por eso, según algunos, sólo tomaba huevos, porque las gallinas no eran sacrificadas. Hasta, dicen otros, exigía que estuviesen bien tratadas y no hacinadas (dejen que la imagen de los campos de exterminio cruce por su cabeza y permítanse el horror y el absurdo). Aunque hay estudiosos que nos describen también el Hitler comedor de salchichas y apasionado del pastel de hígado. Difícil saber la verdad, y tal vez alguno de ustedes se preguntará si importa demasiado. Pues miren, sí, porque como Adolf Hitler ha quedado en nuestra historia reciente como la personificación del mal, pues su aura maligna contamina todas sus ideas, y que fuera o no vegetariano, animalista, ecologista, antitabaco y abstemio, además de partidario de las autopistas y claramente misógino, pues hace que, en este mundo nuestro, una idea que supuestamente defendió Hitler sea inmediatamente invalidada por el hecho de que, precisamente, viene de esa fuente de maldad. Es lo que Leo Strauss, el filósofo, definió como reductio ad Hitlerum en 1951, una falacia ad hominem, también conocida como argumentum ad Hitlerum o argumentum ad nazium y que viene a significar que, si Hitler o los nazis lo aprobaron, no puede ser bueno. Así, las leyes de protección del paisaje y de la tierra son intrínsecamente perversas porque Hitler las auspició.

En nuestro mundo de hoy, dominado por internet y la superficialidad (aunque recuerden que para profundizar siempre hay que empezar por la superficie), las proclamas y los comentarios se suceden a velocidad de vértigo y, escudándose o no en el anonimato, multitud de haters pueden escupir su desprecio sobre el resto de la humanidad. Que se lo digan a Microsoft, cuyo último intento de inteligencia artificial se convirtió rápidamente en un robot propagador de odio, racismo y tópicos. Tal vez por eso se ha hecho tan popular el llamado Enunciado de Godwin (o Regla de Godwin o de las Analogías nazis), propuesta por el abogado Mike Godwin en 1990 y que viene a decir que “a medida que una discusión on line se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o los nazis tiende a uno”. Es decir, que cuando alguien llama nazi o filonazi a otro en la red, o se refiere a Hitler, la discusión ha terminado, porque el nivel de maniqueísmo implantado hace imposible cualquier diálogo o comprensión mutuos.

La regla, claro está, tendría la excepción lógica de cuando la comparación es justa y apropiada, pero establecerlo es harina de otro costal. Y desde luego no forma parte de los epítetos usuales de feminazi, machonazi, o de indepes nazis o nazis españolistas. La polémica de, sobre y con Azúa y Colau ha dado pruebas de ello…

En realidad, y de forma harto distinta a como creó el término Hannah Arendt, todo esto tiene que ver con la banalidad del mal. O peor, con lo fácil que es comparar diversos grados de estupidez con la deshumanización y crueldad insufrible que supuró el régimen nazi.

Ahí sigue radicando, tal vez, el mayor misterio de la época contemporánea. Un pueblo culto, el alemán, consagrado a la destrucción de sus criterios morales y su inteligencia, subyugados por un personaje siniestro y ridículo, que amó sobremanera a Blondi, la pastor alemán que le regaló Martin Bormann. Un tipo que dormía a veces hasta las dos de la tarde y que se encolerizaba y se volvía loco, con su voz entre falsete y de ordeno y mando, que podía llegar fácilmente al paroxismo o espumear de rabia y que, según una criada que le sobrevivió, exigía que estuviese siempre disponible y recién horneada en el Berhof del Berchtesgaden bávaro una tarta con varias capas de manzana, nueces y pasas. La tarta de Hitler y su pasión por los hornos encendidos, que nos lleva a odiosas comparaciones… Un dulce muy duro de tragar, el peor de los guisos, el que nace del desprecio y la incomprensión.

En tiempos como los actuales se hace más necesario que nunca poner a fuego lento el cocido de la tolerancia y el diálogo, las ganas de hablar y de entender, el afán noble por saber, por aprender del otro, por comprenderlo. Si no, y por seguir con algunas de las llamadas leyes de internet, se cumplirá a rajatabla la llamada ley de Pommer –propuesta por Rob Pommer en el 2007– que reza: “La opinión de una persona puede cambiar tras leer información al respecto en internet. La naturaleza del cambio es tal que se pasa de no tener opinión a tener una opinión equivocada”.

Daniel Fernández, editor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *