Tartarín cabalga de nuevo

A finales de marzo, durante el almuerzo, un diputado socialista me dijo que la repercusión en Madrid del último rigodón independentista catalán había sido nula. La noche de aquel día, aquejado de insomnio, me entretuve --ante la tele-- con la reposición de los Muñecos del Guiñol de la semana, constatando con asombro la existencia de un apartado --repetido a diario bajo el título Pasión de catalanes-- en el que aparecían el presidente Montilla, el vicepresidente Carod y el líder convergente Artur Mas hilvanando una picante historia de cuernos, dengues y melindres.

Y por último, al día siguiente, leí un artículo de Fernando Ónega que comienza con este párrafo: "Esta vez, la movida catalana no impresionó a España. Pudo hacerlo, porque nunca se había utilizado con tanto desparpajo la palabra independencia. Nunca desde la República se había usado tanto la expresión Estado catalán. (...) Pero no tuvo crédito. Ni la derecha del se rompe España ofreció el menor síntoma de alarma. Todo se ha quedado en un fogonazo de cuatro días que fue entendido y calificado en medios periodísticos como un ridículo o un sainete, en medio del elocuente silencio de la clase política de Madrid".

Así las cosas, se impone una reflexión. Y debe reconocerse, de entrada, que las declaraciones de Xavier Vendrell ofreciendo la presidencia de la Generalitat a Artur Mas si apoyaba un referendo sobre la autodeterminación, así como el posterior desmadre parlamentario, han provocado en la mayoría sensata de los ciudadanos catalanes más consternación que sorpresa.
Consternación grande, porque todo ello --aparte de suponer una penosa deslealtad, que le descalifica, por parte de quien desencadenó el lamentable proceso-- comporta una erosión grave de la autoridad de las instituciones políticas propias, con el consiguiente debilitamiento del prestigio del país en su conjunto. Y sorpresa menor, porque la gente está ya curada de espantos, y sabe cómo las gastan algunos --afortunadamente no todos-- de los que "som com som".

Ahora bien, esta resignada paciencia, así como la ausencia de reacciones significativas en el entorno español, no pueden restar importancia a lo sucedido, sino destacar su gravedad, que se manifiesta en dos hechos: la trivialización de la demanda de autodeterminación, convertida así en simple moneda de trueque en la lucha partidaria por el poder, y la creciente fatiga, transida de ironía, con la que se contempla hoy en España el antaño denominado problema catalán.

No se me interprete mal. No digo que la autodeterminación --así como la eventual y posterior independencia de Catalunya-- sean un tabú que no deba afrontarse. Al contrario, he sostenido --y me ratifico en ello-- que la relación España-Catalunya solo tiene dos salidas: o un auténtico Estado federal o la secesión de Catalunya. Y añado, para no engañar a nadie, que esta afirmación la hago desde la perspectiva del interés para mí prioritario, que es el general de España, pues entiendo que el establecimiento de una relación bilateral (de tú a tú) Catalunya-España acarrearía la quiebra inexorable del Estado, por la forzosa extensión ulterior de la misma bilateralidad a otras comunidades --Aragón, Baleares, Valencia, Andalucía...

En otras palabras, aunque la fórmula bilateral fuese satisfactoria para Catalunya, sería letal para España, razón por la que no queda más remedio que admitir esta disyuntiva: o bien se opta por un modelo federal, todo lo avanzado que se quiera pero no oblicuamente confederal, o bien se inicia el camino que conduce a la independencia. Un camino que no sería tan impracticable como muchos creen, dada su clara viabilidad económica --pese a las fuertes pérdidas que acarrearía a ambas partes-- y la creciente fatiga detectable en tirios y troyanos, en especial entre los jóvenes.

En cualquier caso, la autodeterminación es un tema mayor, que afecta de modo frontal y grave a la gente, a sus ideas y creencias, y --sobre todo-- a sus intereses; y que, en este caso, supondría además una rectificación histórica susceptible de ser contemplada desde muy diversos ángulos, entre ellos el que sugiere Felipe Fernández-Armesto en su obra Barcelona. Mil años de historia. "Hace mil años --escribe--, cuando comenzó su expansión, Barcelona podría haber sido la Venecia del Mediterráneo occidental; unos quinientos años después, cuando aquel destino se frustró, podría haber sido la Lisboa del este peninsular. Pero acabó siendo (...) el núcleo de una poderosa conurbación, la mayor de la costa mediterránea occidental. Pese a todo, (...) algunos catalanistas acarician otras ambiciones políticas, por ejemplo, que sea la futura capital de un Estado catalán en una Europa federal (...)".

Que esta reivindicación independentista sea --como apunta Fernández-Armesto-- "el resultado y el síntoma de una frustración histórica", o constituya un sugestivo proyecto de futuro capaz de ilusionar a la mayoría de los catalanes, es algo que está por ver, y que --en ningún caso-- puede dejarse al albur de una política de calçotada.

El destino de un país moderno, con un sistema político democrático y una economía de mercado compleja, no puede estar en manos del pretendido espíritu aventurero de un grupo de émulos de Tartarín de Tarascón, el burgués provinciano que, saturado de lecturas y cansado de las reticencias con las que sus convecinos escuchaban sus extraordinarios y nunca verificados relatos de caza, viajó hasta África dispuesto a vivir en la realidad sus más ansiados sueños, hasta que se dio por satisfecho tras cazar un león viejo y zarrapastroso, que un pobre mendigo llevaba consigo para ganarse la vida por las calles.

Juan-José López Burniol, notario.