Tartufo quiere el Elíseo

Por más que pase el tiempo Tartufo, condensación y cliché de la impostura, nunca abandona las tablas y menos las de la política. Su habilidad para el camuflaje revestido de hipocresía no hace distingos de época, de intención, de nacionalidad. Ahí está, y geográficamente más cerca de lo que se cree, Marine Le Pen haciendo su propia interpretación del personaje de Molière: no hay reparos, ni melindres que valgan, con tal de conquistar el poder. O el Elíseo, entendiendo por eso no tanto el clásico paraíso, sino el poder derivado de presidir la República Francesa.

Últimamente la líder del Frente Nacional, la extrema derecha de Francia, no hace más que declarar que ella no es racista. ¿A quién se le ocurre algo así? Ella simplemente deja caer que los extranjeros son una peste tan insidiosa como la de Camus. Por tanto la emigración ha de ser cercenada o al menos acogotada. Todo en la nueva Galia ha de tener un cierto color de Vercingetorix. Los coches y los quesos han de ser cien por cien franceses, como los vinos y los perfumes, y el aire de París. Y la prueba de la bondad algodonosa de la presidenta del Frente Nacional es que en sus filas hay algunos cuadros que son de origen magrebí. Incluso tienen algún que otro funcionario de color atezado. ¿No demuestra eso que Tartufo no pertenece al Frente Nacional? Ellos son un movimiento que dice lo que piensa y hasta piensa lo que dice.

Pero Marine Le Pen no siempre consigue morderse la lengua. Ha dicho que la emigración es una contaminación bacteriana. Que los rezos musulmanes por las calles equivalen a la ocupación de los alemanes. El Frexit no sólo es necesario para ella sino salir del euro a toda pastilla. Le preguntan si ella va a propender por el liberalismo o por la intervención del Estado. Y a eso por supuesto no responde, el tiempo lo dirá con toda su carga de pragmatismo. Se está lejos de la idea de Lévi-Strauss en su análisis del pensamiento mítico, mal llamado salvaje, de que no es lo mismo bricolaje que ciencia. Bricolaje intelectual es lo que aparece cuando los significados se cambian por los significantes, y a la inversa. Pues bien, en Francia, y no sólo allí, parece haber eclosionado el mundo de las ideas permutables. El triunfo de la permutabilidad, que es lo que necesita un Tartufo para llegar a la presidencia.

Marine Le Pen ha echado sus cálculos y ha camuflado su discurso racista para situarlo en mera intransigencia xenófoba, y en esa especie de malestar que parecen causar los otros a quienes se consideran puros, únicos, intocables. En Francia no se ignora que el antisemitismo, el negacionismo y el racismo están penados. Pero hay franjas para el tartufismo y más extensas que los bosques de tilos donde crecen las trufas negras del Périgord. Ahí se inserta otra vez el discurso de Le Pen alimentando el nacionalismo y el populismo, una aleación con la que se podría acuñar otra vez el franco francés, y dejarse de euros. Otra de las miras que maquilla Marine Le Pen esperando colocarse al menos en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. .

A veces, en materia de inmigración sobre todo, Marine Le Pen juega a presentarse con un perfil bajo, como excusándose: ¿Moi, Tartuffe? Pero si ella tiene como modelo a Juana de Arco. Mucho no le debe importar la falta de sincronía histórica. Hay que volver a echar a los ingleses de Francia cuando resulta que los ingleses se han echado solos de la Unión Europea.

Pese a ser resbaladizo el signo de los tiempos en Occidente no es necesariamente inaprensible. En El símbolo y sus dobles Lévi-Strauss ya descartaba que el pensamiento salvaje fuese algo privativo de los indígenas de lugares remotos. Los políticos de la neo-derecha europea, los lepenianos por ejemplo, han avanzado mucho en el terreno de las permutaciones, siendo capaces de mantener relaciones sucesivas con lo mítico. Vienen de un mundo donde habita la verdad absoluta y a donde van es al asalto, incluso con los votos, del Elíseo. El programa es lo de menos, basta con barrer todo para el convento. Arropando el discurso con mitos que desde luego pertenecen a todos los franceses, pero a ellos más que a nadie. Ellos vienen en derechura hasta de la Marianne, la República, y si es necesario se ponen un gorro frigio y rojo para disimular. Para qué van a querer diferenciar lo contingente de lo necesario.

Esto sucede cuando no solo se asiste a un crecimiento de lo antieuropeo, sino de la llamada posverdad, la que tanto vale para un roto como para un descosido. La posverdad es la verdad de Le Pen, de Trump, de Farage, de Wilders, de Petry, de Grillo y demás estrellas del reparto internacional. Se echa en falta a Humpty Dumpty como presidente universal de ese cotarro, pues él es quien siempre hace encajar la verdad absoluta con su discurso. Todo lo que dice el huevo parlante es justo lo que él quiere decir y lo que hay que decir. ¿Y lo no dicho? Ese es el terreno del talento de los artistas.

Viene el tiempo del huevo duro e infalible. Si se prefiere el tiempo de la modernidad líquida que auguraba Zygmunt Bauman. La solidez ideológica en Occidente hace tiempo que empieza a tener la consistencia del camembert. Y el fingimiento tartufesco hace el resto. Otra cosa es que no se quiera ver, pese a su transparencia, lo que encierra el huevo de la serpiente.

Luis Pancorbo es autor de Al sur del mar Rojo. Viajes y azares por Yibuti, Somalilandia y Eritrea (Almuzara).

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