Tasas, becas y economía de la equidad

El ministro de Universidades conoce muy bien la universidad pública americana, que ha sido durante bastantes años el ecosistema de su fecunda carrera académica. El campus de Berkeley de la Universidad de California, del que es profesor emérito, es un vistoso espejo del subsistema público de la Universidad estadounidense: en el último ranking ARWU se sitúa como la quinta mejor Universidad del mundo, sólo por detrás de Stanford, Harvard y MIT en su país, lo que significa que es la mejor universidad pública americana, ya que las otras tres son privadas.

En esa universidad, los estudiantes de grado californianos pagan anualmente alrededor de 15.000 dólares y los de fuera de California más de 40.000 dólares sólo en concepto de tuition and fee (el equivalente a las tasas). Además de eso, vivir en Berkeley no es precisamente barato: la propia Universidad calcula que cuesta en torno a 20.000 dólares por año.

Aparte de la posibilidad de acceder a créditos reembolsables al final de los estudios, existen un sistema federal y otro estatal de becas basados en el mérito académico (scholarships) o en las condiciones económicas (grants) que no son reembolsables. Gracias a ellas, más de un tercio de los estudiantes están exentos del pago de esas tasas y además reciben dinero para cubrir sus gastos de subsistencia. Para lograr una beca basada en el mérito, el aspirante a empezar una carrera en Berkeley debe traer de su instituto un GPA (media de calificaciones) de sobresaliente; para acceder a una basada en las condiciones económicas debe venir con un notable.

Tasas, becas y economía de la equidadDesde esos antecedentes, sorprenden las decisiones que acerca de tasas y becas universitarias ha adoptado el ministro Castells. Como se sabe, ha obligado a las universidades a bajar –en medida variable para cada comunidad– el precio de sus tasas: aquellas que a partir de 2012 las habían subido más (Cataluña, Madrid y la Comunidad Valenciana) deben bajarlas ahora en mayor medida. En cuanto a las becas, se ha eliminado por completo la muy moderada exigencia de rendimiento académico que introdujimos en 2012: para los nuevos estudiantes un 5,5 en la Selectividad (hoy EVAU) para la exención de tasas y un 6,5 para los componentes monetarios de la beca y requisitos de rendimiento similares para los cursos sucesivos. A partir de ahora bastará con un 5 para obtener la beca completa al inicio de los estudios y aprobar una parte de las asignaturas para mantenerla.

Según el ministro, el objetivo es que ningún estudiante que lo desee deje de ir a la universidad por razones económicas y no se debe reclamar a los becarios una exigencia académica mayor que a quienes no lo son. Así dicho, suena bien y parece razonable y equitativo. Pero, si se examina con detalle, hay varias objeciones sustanciales que oponer, que desarrollo a continuación.

Sobre las tasas: financiar a las universidades públicas implica dedicar recursos públicos a una función que produce tanto bienes públicos (desarrollo de capital humano) como privados (acceso a empleos mejores y más estables y una inserción social más satisfactoria). Esto es algo que, en general, casi nadie discute. En general, lo que se discute es cómo se reparte esa financiación entre sus beneficiarios públicos (los Estados) y los beneficiarios privados (los estudiantes).

Contra lo que pudiera parecer a simple vista, bajar las tasas no es en sí misma una medida redistributiva. Las tasas en España las pagan aproximadamente el 70% de los estudiantes cuyas condiciones económicas familiares les sitúan por encima del umbral económico que da derecho a la exención de las mismas. Las tasas que se pagan suponen en números redondos un 20% del coste efectivo de la formación que quienes las pagan reciben, lo que quiere decir que existe, por así decirlo, una beca universal que aplica al 80% del coste y que es ciega a la capacidad económica de sus beneficiarios. Puesto que el acceso a la universidad –pese a su amplia democratización en los últimos 50 años– sigue siendo socialmente desequilibrado a favor de las capas medias y altas de la sociedad, el que las tasas bajen favorece económicamente a quienes tienen una situación económica relativamente mejor y desde luego no es en absoluto una medida redistributiva, por no decir que en muchos casos produce una redistribución inversa.

En cuanto a las becas, hay que recordar que la economía, como es sabido, versa sobre la asignación de recursos escasos susceptibles de usos alternativos. En este caso, los usos alternativos pasan por distribuir cantidades más pequeñas a más candidatos o cantidades mayores a menos candidatos. Y ello será así incluso si se aumenta significativamente –como creo necesario– la asignación presupuestaria a las becas.

Pues bien, la spending review que realizó la AIReF sobre las becas universitarias con datos de los becarios desde 2010 hasta 2017 concluyó entre otras cosas que la proporción de estudiantes becados es comparativamente alta en España, aunque las cuantías son comparativamente bajas, que el sistema obvia algo tan importante como la inserción laboral de los egresados y que «el coste potencialmente improductivo en estudiantes becados de una cohorte que abandonan o siguen en la universidad tras seis años sin graduarse se ha estimado que ronda los 1.800 millones de euros».

Es decir, que aproximadamente uno de cada cuatro euros dedicados a becas universitarias no ha servido para que el estudiante becado alcanzara el grado en un tiempo razonable. Fue justamente un cálculo de este tipo basado en los datos de que disponíamos el que nos llevó en 2012 a establecer los umbrales académicos: quienes no alcanzaban esos modestos umbrales de rendimiento tendían a abandonar los estudios tempranamente en proporciones considerables.

Las cuestiones entonces serían dos. Respecto a las tasas, ¿se sirve mejor la equidad rebajando el precio público para todos al margen de su situación económica familiar y por tanto haciendo que quienes más tienen contribuyan menos? Respecto a las becas, ¿es un mejor servicio a la equidad conceder becas a más estudiantes incluidos los de rendimiento académico más mediocre o sería mejor conceder menos becas mucho mejor dotadas económicamente a quienes han acreditado el empeño por tener un resultado académico razonable?

Porque también en este tema aplica el principio económico de que nada es gratis. Si bajamos las tasas, estamos aumentando la carga tributaria general a toda la sociedad, incluidos quienes no se benefician de la formación universitaria, o condenando a la universidad a la infrafinanciación. Si bajamos la exigencia académica de las becas, estamos condenando a los estudiantes de buen rendimiento a recibir una cuantía insuficiente de sus becas en beneficio de quienes, en medida estimable, no llegarán siquiera a culminar sus grados.

Creo que estas cuestiones, que sin duda son complejas, obligan a trade-offs que a menudo son incómodos y difíciles de explicar. Pero si queremos mejorar la universidad y hacer más equitativo –y más eficiente– el acceso a la misma, estamos obligados a plantearlas con honestidad, con datos y no con eslóganes fáciles o prejuicios.

A veces, la equidad no es lo que parece y en algunas ocasiones las políticas que se escudan en ella están sirviendo en realidad a la perpetuación de la inequidad. Y la equidad también tiene que ver con los resultados, sobre todo los de empleabilidad. Según el Global University Employability Ranking de 2019, mientras Berkeley está entre las 25 universidades con mejor empleabilidad del mundo, no hay ninguna universidad pública española (hay dos privadas) entre las 100 primeras. Esto tiene que ver con muchas cosas, pero también con las reglas que se siguen para seleccionar y financiar a los estudiantes.

José Ignacio Wert fue ministro de Educación entre 2011 y 2015 y es autor de La educación en España: asignatura pendiente (Almuzara, 2019).

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