Te juro que cambié

La escultura de bronce de Kristen Visbal con mascarilla, frente a la Bolsa de Nueva York. Credit Johannes Eisele/Agence France-Presse — Getty Images
La escultura de bronce de Kristen Visbal con mascarilla, frente a la Bolsa de Nueva York. Credit Johannes Eisele/Agence France-Presse — Getty Images

Lo que muchos experimentamos en nuestras visitas a los hospitales —infraestructuras antiguas y derruidas, recursos insuficientes, trabajadores mal pagados— fue expuesto por la COVID-19 en horario estelar: el estado de bienestar, ese modelo de gestión que pretendía promover y proteger la calidad de vida de la población, vive con un respirador.

En las últimas décadas muchos países redujeron los presupuestos sociales y privatizaron servicios, incluidos seguros y prestaciones de salud, una decisión que no puede producir más que un desastre cuando una pandemia llega con las manos llenas de muerte. Pues bien, ahora no resolveremos esta crisis profundizando el desmantelamiento sino rebobinando la película: el estado de bienestar debe volver.

El problema es que, para lograrlo, los Estados necesitan experimentar una transformación tan radical que la sola enunciación la sugiere imposible. Esto es, los ricos deberían pagar una porción mayor de la cuenta, el mundo tendría que crecer más lento, la riqueza debería distribuirse mejor.

Nuestra situación no es para hacer apuestas de riesgo. Diez años después, cuando aun persisten las pérdidas del desastre financiero de 2007-08, el mundo quedó de rodillas con la COVID-19. Esta vez no podemos actuar como el engañador compulsivo que, descubierto el desastre que ha edificado, promete hacer lo imposible por mejorar solo para volver a las tropelías apenas se relajan las circunstancias. No podemos jugar a decir, otra vez, “te juro que cambié”.

De manera que, ahora que la crisis pandémica acabará en crisis económica global, ¿por qué no intentar cambiar una economía que corría como tren sin frenos? No propongo una revolución, apenas una muy necesaria reconstrucción.

Al cabo, al igual que su desmoronamiento, el estado de bienestar fue un invento conservador. Sus orígenes se remontan a las pensiones de vejez y atención médica que instrumentó Otto von Bismarck para frenar el descontento social producido por las crisis de la primera industrialización. Y, en buena medida, comenzó a desarticularlo la revolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan en la década de 1980.

El escenario está servido para hacer las cosas bien. Hospitales sin capacidad ni tecnología suficiente; personal sanitario desprotegido, malpagado y sobrepasado. Miles de ciudadanos sin cobertura de salud. Desabastecimiento de insumos. Redes de contención y protección burocratizadas o necróticas.

La reparación debe ser extensa y realista: el estado de bienestar que emerja de las ruinas del coronavirus no será sólido ni multimillonario. Es un tapabocas, el mejor parche que podremos ponernos. Los gastos necesarios para recuperar infraestructuras obligarán a ampliar los déficit públicos, algo solo sostenible si también crecen las recaudaciones. No habrá, como pidió España a la Unión Europea, financiamiento a perpetuidad. Tampoco habrá grandes condonaciones ni suspensión masiva de pagos de deuda. Los impuestos excepcionales a los ricos serán locales, nunca generalizados. Necesitaríamos una política financiera global con poder de policía.

No, poco y nada de esto sucederá, pero no debemos dejar de enunciar reclamos. Hay antecedentes de macrocambios que pueden ayudarnos ahora: después de la Segunda Guerra Mundial y de la Gran Depresión de 1929, ambas crisis tectónicas, se crearon seguros de desempleo y seguridad social. Se establecieron Estados que invirtieron y promovieron, que controlaron y tuvieron potestades sobre el gran capital y provocaron una relativa redistribución del ingreso. Tiempos extraordinarios, medidas extraordinarias.

Por supuesto, los riesgos de rechazo eran menores. Entonces ni existían mercados globales integrados ni tecnología capaz de mover dinero de un país a otro en fracciones de segundo. Las naciones, en especial aquellas en desarrollo, ahora tienen menor margen de maniobra. Solo en marzo, los países menos favorecidos sufrieron una salida de capitales de más de 83.000 millones de dólares, la más grande desde que hay registros. Y la inversión extranjera será significativamente menor a la experimentada tras la crisis financiera de 2008. América Latina vería una peor película que los demás; no sufrirá como en décadas pasadas, sino más.

Es difícil instrumentar medidas que ahuyentan a los inversores, pero tenemos demasiado que perder repitiendo la receta que nos dejó eligiendo quién vive y quién muere porque no hay camas en un hospital. La dirigencia política rara vez arriesga; teme los costos personales de enfrentarse a los factores de poder. Solo lo harán si encuentran que un actor crucial en el juego de la estabilidad democrática acompaña el proceso de manera masiva: la sociedad civil.

Los ciudadanos han sido protagonistas fundamentales de la pandemia. Si las inmensas mayorías no aceptaban confinarse, hoy quizás enfrentásemos una acumulación de muertes todavía más devastadora. Esa obediencia —un gesto de preservación colectiva— requiere cumplir el quid pro quo.

La ciudadanía apoya políticas gubernamentales si están bien pensadas y diseñadas. No debe ser declamación: mercados regulados, supervisados y controlados estabilizan las democracias. La competencia de reglas claras eleva los incentivos a cooperar. El conjunto se hace más responsable. La sostenibilidad es obtenible en el largo plazo si se mantienen los incentivos.

Si la sociedad sostiene la demanda y los gobiernos empujan a los factores de poder a cumplir una parte del trato, tendremos resultados más razonables que hacer caer el costo sobre la espalda de los de siempre, en especial las clases medias que financian las redes de contención vía impuestos. Esta vez será así: o se regresa a la sociedad parte de la riqueza generada o la inquietud social podría desbordar.

La economía del comportamiento sugiere que las personas son capaces de niveles impensados de cooperación y altruismo si la ética que empuja esos comportamientos es compartida y se considera que va más allá del beneficio personal. Si notan, por ejemplo, que no hay privilegios ni ventajas. ¿Es posible que los Estados puedan enfrentar los cambios necesarios consiguiendo que la sociedad acepte un nuevo esfuerzo de sangre, sudor y lágrimas, como Churchill dijo que verían los ingleses en la Segunda Guerra? Supongo que lo harían bajo una condición clara: que sus gobiernos privilegien el bien común a la demanda de los grupos de interés. Y que el resultado se vea.

Ya abundan los llamados a rearticular el estado de bienestar para salvar la crisis, porque, en verdad, no hay otro modo: los privados tienen un límite para la solidaridad y el altruismo y estos son momentos de gasto social. No hay mejor salida hoy que un Estado más generoso con todos sus ciudadanos.

Diego Fonseca es colaborador regular de The New York Times y director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur, su nuevo libro de perfiles, se publicará próximamente.

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