Te vomitaré de mi boca

Los gobiernos, que prometen muchas cosas, dan algunas y exigen bastantes, no pueden reclamarte que hables bien de ellos. Ni siquiera pueden urgirte a que te pronuncies expresamente en favor de sus políticas como una condición para acceder a las ayudas públicas que ofrecen. Al menos, has de poder callar, serio e inexpresivo, cortés quizás, hasta distante incluso. Como regla de principio, la neutralidad es perfectamente aceptable, salvo que quieras seguir carrera política o te hayan encargado una campaña de propaganda.

Este derecho a permanecer en silencio —a no tener que alabar aquello que le gusta al gobierno y a no haber de denostar lo que detesta— no es obvio, por más que uno crea que debería serlo las más de las veces. Así, en un caso norteamericano reciente, se discutía si unas organizaciones privadas dedicadas a combatir la epidemia del SIDA podían ser obligadas por una ley federal de 2003 a manifestar expresamente su rechazo a la prostitución, como un requisito ineludible para poder acceder a ayudas públicas.

Las organizaciones en cuestión preferían mantener la neutralidad, acceder a los subsidios federales y ayudar a quien lo necesitare sin condenas previas ni protestas de fe en el gobierno. Por ello demandaron a las agencias federales encargadas de gestionar las subvenciones. Alegaban que la exigencia de una condena previa y explícita de la prostitución violaba su derecho constitucional a la libertad de expresión. En el fondo, temían que adoptar una política expresamente contraria a la prostitución les generara dificultades con gobiernos extranjeros en cuyos países realizaban su labor asistencial o que les obstaculizara el acceso a muchas personas afectadas por la epidemia o en riesgo de enfermar. Creían además que acatar la política gubernamental les forzaría a censurar puntos de vista discrepantes con ella en publicaciones, conferencias y foros públicos en los cuales participaban. Por último, la propia ley se contradecía, pues excepcionaba la aplicación de la exigencia de protesta a la Organización Mundial de la Salud, a Naciones Unidas o al Fondo Mundial de Lucha contra el sida, la tuberculosis y la malaria. No tenía mucho sentido exigir a los particulares algo que no se reclamaba a organizaciones públicas muy poderosas.

Cuando un juez federal de primera instancia dio cautelarmente la razón a las demandantes y suspendió la aplicación de la polémica regla, las agencias federales encargadas de las ayudas dieron marcha atrás y establecieron unas directrices oblicuas: las organizaciones asistenciales podrían trabajar con afiliadas que no hicieran suya la política gubernamental de condena explícita de la prostitución, siempre que las filiales estuvieran suficientemente separadas de las organizaciones mismas: tuvieran personal y establecimientos distintos, mantuvieran una contabilidad aparte y signos propios de identificación. El apaño no convenció a las organizaciones demandantes, las cuales, reforzadas en su convicción de que habían pinchado en hueso y de que el gobierno les forzaba a la más pura y simple hipocresía, continuaron el pleito.

Hasta que llegaron a buen puerto: el pasado 20 de junio, una confortable mayoría de jueces del Tribunal Supremo federal, en opinión de su presidente John Roberts, resolvió que el gobierno no puede dictar a la gente qué ha de decir, que en principio nadie ha de manifestar su complacencia con tal o cual política gubernamental para poder optar a una subvención pública (Agency for International Development c. Alliance for Open Society). Para la minoría, en cambio, el gobierno debe disponer de la facultad de alistar en sus programas solo a quien manifieste creer en sus bondades y dejar consiguientemente fuera no solo a quien lo haga en contra, sino también a quien, cogiendo por la vía de en medio, prefiera callar.

De la indiferencia ya abominó, tremendo, el ángel de la iglesia de Laodicea "Por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca" (Apocalipsis, 3:14-19). Y en derecho, ese horror compulsivo a la neutralidad política, esa dialéctica del amigo y el enemigo —"Si no estás conmigo, amigo, serás mi enemigo para siempre"— está en la obra de Carl Schmitt (1888-1985), uno de los dos o tres juristas europeos más inteligentes del siglo XX, cuya azotadora locura moral ha poseído a generaciones de radicales de derechas e izquierdas. Hasta hoy.

Desde luego, hay casos y casos: los gobiernos pueden condicionar la concesión de ayudas públicas a que sus recipiendiarios no se las gasten en contrariar centralmente el objeto de las políticas subvencionadas. Por ejemplo, no es problemático negar ayudas a una organización terrorista, por más que, además de armar bombas, auxilien a la población civil —el ejemplo, enarbolado por la minoría en el caso comentado, es Hamás—, pues es obvio que, con el dinero del subsidio, pueden causar más daño que sin él. Pero la idea de la mayoría del Tribunal es que, aunque sea admisible poner límites a la expresión que contraríe el objeto mismo del programa, su objetivo central, no lo es si la expresión prohibida o reclamada cae fuera de él. La distinción no es fácil de articular en la práctica, pero si la regla de principio está clara, al menos, desplazamos al gobierno la carga de justificar a modo la obligación de pronunciarse en su favor o en el de sus políticas legales. No me hagan hablar más.

Pablo Salvador Coderch es Catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *