EL día 20 de enero se estrenó en los Teatros del Canal de Madrid una nueva versión de Tres Hermanas, de Chejov, a cargo de la compañía La Guindalera, una familia teatral de geometría variable, según las necesidades de cada espectáculo, unida por el amor al teatro y capaz de ponerlo todo en escena: música, decorados, vestuario, luces, vidas. Sus doce años de supervivencia, últimamente sin apoyo público, son un milagro. La representación de Tres Hermanas está dirigida, como muchas de sus creaciones, por el patriarca del grupo, Juan Pastor, quien también interpreta el papel de Chebutikin, un viejo médico militar que les presta su conciencia a los demás. La versión se organiza en torno a un doble nivel metateatral: el de la obra tal y como fue escrita por Antón Chéjov y el de su ensayo por una compañía española, superponiéndose realidad y ficción. Subrayan esa suerte de teatro dentro del teatro, o sobre el teatro: la lectura que de cuando en cuando hacen los actores, saliendo al margen de la escena, del libreto de Tres Hermanas colocado encima de un atril; las bandas blancas que, pegadas en el suelo, dibujan el movimiento de muebles y actores; o la presencia de estos, visibles fuera del proscenio mientras aguardan a entrar en él. Es decir, se representa que se representa una obra que narra la vida en una ciudad rusa de provincias de tres hermanas huérfanas, Olga, Masha e Irina, junto a su hermano, Andrei, que las arruina hipotecando la casa familiar para pagar sus deudas, la mujer de este, Natasha, y otros personajes complementarios. Las hermanas se enfrentan a la vez a un mundo en cambio, para el que no están preparadas, y a sus sueños, que no alcanzan nunca. Como suele suceder en Chéjov, casi no pasa nada a lo largo de la obra, más que la vida misma con sus vaivenes y reveses cotidianos. La función se cierra con un interrogante a las puertas del futuro incierto y gris que formula Olga, la hermana mayor: «Nuestra vida no ha terminado aún. ¡Nos queda mucho por vivir! La música suena tan alegre y animada que parece como si pronto fuéramos a saber por qué sufrimos… ¡Si se pudiera saber! ¡Si se pudiera!». Un actor lee el final en el libro de Chéjov, sobre el atril, y lo repiten las hermanas, en escena, lentamente. ¿Por qué sufrimos?
Es evidente que quedan otros niveles implícitos de metateatro: la función que presenciamos disolviéndose en nuestra vida y el juego de los actores que se confunde con la suya propia. Nosotros también representamos un papel cuando decidimos ir a ver Tres Hermanas y ocupamos la butaca asignada en la Sala Verde de los Teatros del Canal, que simula un corral de comedias. Al apagarse la luz, hacemos como que asistimos a una función teatral e interpretamos nuestro papel. Así escuchamos a Masha decir que cuando lees una novela todo parece ya sabido, pero, cuando el amor llega a ti, adviertes que nadie sabe nada y cada uno debe tomar sus decisiones. En ese punto Masha, que acaba de confesar su amor inconveniente por Vershinin, decide callarse, como calla el loco de Diariodeunloco, de Gógol, frente al impulso de dar rienda suelta al corazón. Olga, sin embargo, desea casarse a toda costa con cualquier hombre honesto, aunque él sea viejo y ella no lo ame, como quien cumpliera un deber. E Irina, que desconoce el amor oculto en su pecho como un piano con la tapa cerrada, quiere redimirse mediante un trabajo con alma que ofrecer a los demás. Las tres piensan en vender la casa donde habitan para volver a Moscú, convencidas de que una ciudad más grande también alojará sueños mayores. Resulta imposible no identificarse con esa clase de utopías domésticas, el motor sin pausa de unas vidas que fluyen por donde el agua se escurre más fácilmente. Y es difícil no sentir en la oscuridad de la butaca verde las heridas del rosal de pequeñas y grandes frustraciones que la luz del escenario nos devuelve como un espejo. Cuando la obra acaba, fingimos oír la pregunta inevitable, aunque nos la estemos haciendo, desde dentro, nosotros mismos: ¿por qué sufrimos? ¿Por qué las cosas no pueden parecerse un poco siquiera a los sueños más sencillos?
No sé si la magia del teatro, la experiencia poética de asistir desde fuera a las imágenes de nuestra propia existencia, alcanza también a quienes están del otro lado de la mirada, a los actores que se esfuerzan esa noche y muchas noches para poner en pie la obra. Supongo que sí. De mis tiempos de concertista recuerdo sobre todo el placer compartido de los ensayos con mi compañera de instrumento, Rocío Herrero, en la intimidad de su casa alegre y ordenada. Formábamos (quiero pensar que seguiremos formando siempre) un dúo de guitarra clásica que trataba de recuperar antiguas partituras entonces olvidadas. La música era la misma una y otra vez, hasta que los dos, en la distancia, casi éramos uno. Ese juego era el placer: acompasarse y construir una realidad que sólo existía cuando nos juntábamos y que recreábamos a voluntad, alargando una nota, alterando ligeramente la forma de expresar una frase, adelgazando el sonido mientras la otra guitarra volaba sola, o eso parecía, expuestos al riesgo de algún que otro error, como la vida misma se nos llena de notas falsas. Los actores de teatro, igual que los músicos, tienen que comprender la obra que representan mejor que nadie, interiorizar los matices más sutiles, los milímetros de cada coma, no sólo del texto escrito, sino del discurso implícito, desde la intención del autor y la psicología del personaje a las resonancias que han ido adhiriéndose a la obra hasta el momento de la representación. Algo de eso tiene el método interpretativo creado por Konstantin Stanislavski, bajo cuya dirección, precisamente, tuvo lugar el estreno de Tres Hermanas en el Teatro del Arte de Moscú el 31 de enero de 1901. Si la música es tiempo ordenado, y la arquitectura, según Goethe, música congelada, el teatro sería la memoria viva de un tiempo humano, real o inventado, bajo el misterio de la emoción estética. Notas y palabras; aire que el tiempo disipa dejando en el espectador la huella vibrante de un suceso único, que transformará su experiencia personal, y en el artista el orgullo de haber creado un mundo coherente, bello y efímero con la verdad de sus gestos y su voz.
Música y teatro, artes tan antiguas y próximas, forman con la vida de espectadores y artistas un tejido tridimensional de referencias y sensaciones múltiples. El espectador hace posible la producción, y los actores, dejándose parte de su vida, se la dan a una obra que trata, por ejemplo, de la representación de Tres Hermanas de Chéjov. Un día afortunado aquella representación y esta mirada se cruzan y soy yo quien, iluminado por la troupe fantástica de La Guindalera, me pregunto por el desencuentro triste de la realidad y el deseo. Probablemente, nuestro PIB no habrá aumentado el 20 de enero de 2016 con este estreno, ni se habrá evitado un desahucio o ayudado a un emigrante. Tampoco las compañías del Ibex habrán generado beneficios como para crear un puesto de trabajo, aunque sea precario. Mi localidad marcaba un precio de cero euros y cero IVA porque me fue facilitada por la compañía a cambio de una modesta aportación de micromecenazgo. El dinero obtenido apenas alcanzará para cubrir los gastos de un montaje soportado por la vocación impagable de un grupo de auténticos artistas y que estos confíen en seguir apuntalando con su espíritu creador un futuro menos gris para todos. Pero gracias a ellos el mundo es hoy un poco mejor.
Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.