¿Techo de cristal o bóveda de acero?

La carrera judicial no es un club de caballeros. No puede serlo un colectivo donde la mayor parte de sus miembros son mujeres: el 53,9% de sus integrantes son mujeres frente al 46,1% de hombres. Sin embargo, esa mayoría desaparece cuando se trata de los cargos de mayor responsabilidad: desciende al 38,5% en las Audiencias Provinciales, al 37,4% en los Tribunales Superiores de Justicia, y a un escuálido 18,8% en el Tribunal Supremo. Esta situación es todavía más sangrante si atendemos a cargos de designación: sólo una mujer se sienta en la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo, y ninguna preside alguna de sus cinco salas. A nivel autonómico, las cosas no están mucho mejor. Sólo dos mujeres ostentan la presidencia de un Tribunal Superior de Justicia.

No es una cuestión que afecte sólo a los jueces. Entre los 163 abogados distinguidos con el premio Best Lawyer Law Firm of the Year, sólo encontramos 25 mujeres. Este mismo problema -porque como tal hay que abordarlo- no se circunscribe al ámbito del derecho: si nos acercamos al ámbito de la empresa privada (bancos, grandes aseguradoras, empresas del IBEX 35), el porcentaje de mujeres que se encuentran al frente es insignificante. Y ello a pesar de que, desde el año 2007 está en vigor la Ley de Igualdad, que obliga a la paridad en los puestos de dirección.

¿Qué está sucediendo? ¿Por qué el papel de la mujer en los puestos de dirección no se corresponde con su porcentaje de participación en la carrera?

La respuesta no es sencilla. Porque asumir que la única causa es que existe machismo en la Carrera judicial es realizar un análisis simplista que nos llevará a una respuesta fácil y a soluciones de brocha gorda. Ojo, no nos equivoquemos: ese machismo existe, pero se manifiesta de un modo mucho más sutil: en el día a día, y frente al justiciable, la mujer a menudo tiene que enfrentarse a un “control de calidad reforzado” por el mero hecho de tener la responsabilidad de juzgar y hacer juzgar lo juzgado; en definitiva, de ostentar poder, como si fuera un derecho usurpado o prestado.

Su conducta se examina por encima de las capacidades que son inherentes al cargo, y cuando al fin sucede, parece como si tuviera que demostrar constantemente que es más fuerte que un hombre, y a menudo una mujer que ostenta poder en un mundo de masculino debe soportar apelativos relacionados con el hierro o el acero, porque, se asume, que para desempeñar el cargo debe tener tanta testosterona como un hombre.

¿Qué es, pues lo que sucede?

A mi modo de ver, el problema viene de más atrás, de la propia cultura social. Esta sociedad donde rige el principio de mérito y capacidad tiene legítimo derecho a que los puestos de responsabilidad sean desempeñados siempre por los mejores, con independencia de su sexo. Sin embargo, esto no sucede en la realidad. No es infrecuente que, pese a estar sobradamente preparadas para asumir un cargo directivo en la carrera judicial, no sea posible designar a una mujer para la presidencia de sala o de un tribunal porque a menudo no se presenta, o, cuando lo hace, su curriculum es objetivamente inferior.

Las razones son múltiples -al fin y al cabo, cada persona tiene sus propias prioridades-, pero es verdad que, por ejemplo, para aspirar al Tribunal Supremo se requieren como mínimo 15 años de servicio activo (en la práctica, bastantes más). Durante ese tiempo, ¿qué ha hecho un magistrado? Servir en el cargo, formarse, realizar estancias en el extranjero, escribir artículos… Y en su misma situación, ¿qué ha hecho una magistrada?

En muchísimas ocasiones habrá solicitado excedencia para cuidado de hijos, o habrá compatibilizado el trabajo con las tareas domésticas -en las que posiblemente poca o nula colaboración habrá tenido-. Habrá asistido a menos cursos, habrá realizado menos estancias o habrá redactado menos artículos. O, dicho en otras palabras: su curriculum será inferior al de un varón, por lo que difícilmente podrá optar al cargo en igualdad de condiciones.

Y no sólo eso: en los casos en que aspira con éxito al puesto, esta superwoman tendrá que someterse día a día al escrutinio silencioso de aquellos que, todavía, creen que se trata de una usurpadora que ha arrebatado por ser mujer el sillón a un hombre más preparado que se lo merece más que ella. O sentirá esos terribles cuchicheos a su espalda que se preguntan, a veces en voz no tan baja, qué habrá hecho, o con quién, para conseguir el nombramiento.

He ahí el verdadero problema: a pesar de hermosos discursos tan grandilocuentes como vacíos de contenido, de las leyes de igualdad, o de políticas de conciliación familiar, la verdad es que en la elección de los altos cargos de la carrera judicial no existe una igualdad real de oportunidades, lo que, inevitablemente, redunda en perjuicio de una sociedad que no dispone de las personas más preparadas para asumir cargos con mando en plaza. La mujer aún tiene sobre su cabeza un techo invisible que, lamentablemente, y con honrosísimas excepciones que confirman la regla, es tan duro y difícil de romper que, más que de cristal, parece formar una bóveda de acero.

José Antonio Baena Sierra es magistrado de Palma de Mallorca y miembro de la Comisión de Igualdad de la Asociación Judicial Francisco de Vitoria

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