Tecnócratas al poder

Se ha cumplido ahora medio siglo de la irrupción de la tecnocracia en España. Sucedió en la última etapa del franquismo, a la que los historiadores llaman tardofranquismo. Para el hispanista Stanley Payne, dicha etapa presentaba unas características claras que la diferenciaban de anteriores periodos de la dictadura. Fueron los años del llamado desarrollismo que, desde dentro del sistema, pretendió sacar de la postración a un país que había sufrido, sucesivamente, una Guerra Civil, una posguerra (que coincidió con la II Guerra Mundial) y la autarquía por el aislamiento internacional. Así, en 1961, Franco confió la parcela económica a varios tecnócratas. No es que formara un Gobierno de técnicos, sino que encomendó la gestión económica a profesionales no adscritos a etiquetas ideológicas.

Esta peculiar efeméride coincide con la formación del Gobierno de Rajoy, tras el éxito electoral del PP en las elecciones legislativas del pasado 20-N. En las quinielas se apunta la posibilidad de que aparezca en el Ejecutivo el nombre de algún independiente o apolítico -si es que existe esa raza- cuyo prestigio profesional le llevaría a ser llamado para colaborar en este momento crítico.

A Rajoy no le gusta la tecnocracia. Lo dijo en plena campaña electoral, a propósito de lo ocurrido en Grecia y en Italia. No le gustan los «Gobiernos de técnicos» porque no han salido de las urnas. «Hay quien dice», explicó Rajoy cuando era todavía candidato, «que los mercados han ganado a la política, que están incluso por encima de la soberanía nacional y que llega la época de los tecnócratas. Pero yo os digo que lo que llega es la etapa de los buenos gobernantes elegidos por los ciudadanos».

No creo que en la sociedad española exista un estado de opinión de resurgimiento de la tecnocracia, entre otras cosas porque no se distingue claramente qué es un político químicamente puro y un tecnócrata. La frontera que los separa es sutil e inapreciable.

Pero está claro que los políticos, con una formación académica e intelectual en general menos brillante que los tecnócratas, son los que protagonizan las páginas decisivas de la historia. Desde Churchill a De Gaulle hasta Adolfo Suárez, cuyo principal mérito no estaba en sus conocimientos de ecuaciones y logaritmos, sino en su simpatía personal que le llevaba a lesionarse la mano de tanto estrechar las de los demás. Aquellas frases oneguísticas de «puedo prometer y prometo» póngalas usted en boca de un tecnócrata y el efecto no es el mismo. Laureano López Rodó, el más significado del grupo de tecnócratas, tenía una visión pragmática de la jugada, que le llevó a decir: «Cuando tengamos mil dólares de renta per cápita, habrá democracia». No entendía que se pudiera discurrir con el estómago vacío.

Grecia e Italia han optado por el camino del posibilismo. En la cuna de la democracia y del Derecho han dejado de contemplar sus ruinas y se han puesto manos a la obra a combatir la crisis con el más rudo tecnicismo. Y, en contra de lo que se pueda pensar, los gobiernos de Lukas Papademos y de Mario Monti son tan democráticos como los de Papandreu o Berlusconi. No han salido de las urnas, pero uno y otro han sido aprobados por sus respectivos parlamentos.

Aquí no parece que estemos por la labor de imitarles. Queremos gobiernos eminentemente políticos, que ejerzan el poder con magnanimidad y respeto a la sociedad en su conjunto, que no se inventen problemas donde no los haya, que no pretendan transformar sino mejorar la sociedad (que se basta a sí misma para su evolución) y que pongan el pensamiento no sólo en su militancia sino en el conjunto de la ciudadanía. Algo de todo eso ha ocurrido en los últimos años. ¿Se imaginan a un tecnócrata diciendo, como en su día Zapatero, que «la economía es un estado de ánimo»? Sólo los políticos se pueden permitir el lujo de incurrir en el lirismo.

Por José Joaquín Iriarte, periodista.

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