A pesar de tener una larga y brillante historia minera -oro, plata, cobre, mercurio y otros tantos minerales hicieron famosa a España en la Antigüedad-, España es un país con escasos recursos minerales, en concreto minerales energéticos. Aparte de carbones de baja calidad, la naturaleza no nos ha agraciado con petróleo o gas en cantidades apreciables.
Nuestra estrategia energética tiene que buscar otras vías. Otros países sin recursos energéticos nos pueden servir de ejemplo de posibles orientaciones estratégicas. Italia creo el ENI, durante décadas y aún hoy, una potencia en el mundo de los hidrocarburos. Japón tiene aún menos recursos que España y un consumo de energía muy superior. Su apuesta tecnológica por la energía nuclear le ha dado una posición de liderazgo reconocida en todo el mundo. Suiza ha desarrollado con éxito una estrategia industrial y de servicios muy exportadora, que compensa su falta de recursos en otros terrenos.
En España, algunas empresas han entendido la necesidad de buscar en la tecnología la clave estratégica de la diferenciación y de la creación de valor. El sector energético español ha tenido éxitos a lo largo de las últimas décadas que, por una parte, son poco conocidos y, por otra, dan idea de dónde está una de las claves del futuro.
El carbón. En los años 50 y 60, la escasez de divisas empujó a las empresas y a la Administración a utilizar los recursos autóctonos en la generación de electricidad, prioridad esencial para asegurar un desarrollo industrial sin cuellos de botella. Una vez que el aprovechamiento del potencial hidroeléctrico alcanzó un grado elevado, hubo que volver los ojos a otro recurso doméstico: el carbón. La dificultad estaba en la baja calidad de los carbones españoles, con alto contenido en cenizas, bajo contenido energético y difícil combustión.
Después de diversas vicisitudes, la ingeniería española consiguió encontrar los tecnólogos adecuados, consiguiendo que las centrales térmicas que utilizaban esos carbones, que muy pocos países se atrevían a quemar, fuesen un éxito económico y tecnológico. Durante muchos años, fueron la solución a la creciente demanda de energía eléctrica, ahorraron divisas y proporcionaron energía fiable. Las empresas españolas, aún sin ser propietarias de la tecnología de diseño de las calderas, adquirieron un conocimiento de primera línea en cuanto a la utilización de esas tecnologías y su mejora, reconocido en todo el mundo. La asimilación y el uso eficiente de esas tecnologías tuvo un valor económico enorme, y puede decirse que fue una decisión acertada y brillante.
La energía nuclear. Pero la energía hidroeléctrica y el carbón no eran suficientes. Había que pensar en otros combustibles, pues las tasas de incremento de la demanda de energía eléctrica, en los años del desarrollo, eran altísimas (la tasa media anual acumulativa en el período 1956-1974 fue superior al 10%). De esa visión y, por cierto, con gran anticipación, nació el programa nuclear español. Desde finales de los años 40 se venía preparando una generación de técnicos de primera categoría, que podían codearse con los de cualquier otro país. Aquella generación puso en marcha lo que más tarde fue el programa nuclear español.
Los programas de investigación y formación iniciados a finales de los años 40 empezaron a dar frutos visibles en los 60, y entre 1968 y 1972 se pusieron en servicio las tres centrales de la primera generación (Zorita, Vandellós 1 y Garoña) que fueron seguidas rápidamente por las dos generaciones siguientes. En la tercera, la participación de la industria nacional fue del orden del 95%. El modelo español de asimilación de tecnologías nucleares y auxiliares fue durante muchos años un caso de referencia en el mundo.
Lo que ocurrió después es que otros países que iban detrás de nosotros nos tomaron la delantera y la España que iba para potencia nuclear se quedó a mitad de camino, por una decisión difícilmente explicable y nunca explicada de modo convincente. Hoy aún hay quienes dudan de que nos convenga recuperar el camino que nos dio reconocimiento, nos permitió producir una energía eléctrica barata y fiable y tuvo un efecto de arrastre en nuestras empresas industriales, de construcción y de ingeniería, muchas de las cuales compiten precisamente desde entonces en todo el mundo. Fueron muchas las empresas que se beneficiaron de la iniciativa hoy evidente, entonces visionaria, y unas cuantas de ellas -aparte de las propias empresas titulares de las centrales nucleares- mantienen su actividad internacional, aunque en España la demanda de sus servicios se haya reducido notablemente.
El petróleo. El principal componente del valor de cualquier empresa del sector de hidrocarburos son los derechos adquiridos sobre reservas probadas, y para conseguirlos es preciso realizar inversiones cuantiosas y arriesgadas en exploración y producción. Las recientes informaciones sobre el sistema desarrollado por iniciativa de Repsol para mejorar la imagen sísmica en la exploración en condiciones difíciles (aguas profundas, en concreto) es otro paso acertado en la misma dirección. Los costes de exploración y la probabilidad de acierto en las perforaciones son claves para mantener bajo control los costes de esta actividad.
Las evidentes aplicaciones especialmente interesantes en aguas profundas, como las del Golfo de México o de Brasil, ponen de manifiesto el valor estratégico de la tecnología en este sector. Esta es la primera vez que una empresa española (en este sector hemos tenido muy pocas) puede presentar un logro en un campo habitualmente reservado a los grandes del petróleo.
Se abren así para la exploración en aguas profundas, uno de los pocos ámbitos geográficos en que se pueden esperar descubrimientos importantes, las posibilidades del Proyecto Caleidoscopio, que habrá de redundar en menores tiempos de evaluación de los datos sísmicos, menor riesgo de perforaciones fallidas y menor coste global de exploración.
El futuro. Las empresas energéticas españolas han demostrado repetidamente su capacidad de entender el valor de la tecnología como palanca estratégica. Sólo hace falta que el marco en que se desarrolla su actividad sea estable y no se vean sometidas a más presiones que las propias del funcionamiento de los mercados.
El futuro no se improvisa. Es necesario sembrar y trabajar con dedicación y paciencia durante muchos años para recoger los frutos de lo sembrado. La visión de corto plazo, quizá válida en un enfoque puramente financiero, pierde su sentido cuando se contempla la empresa como un proyecto industrial sólido a largo plazo.
Las empresas necesitan todo el apoyo de las Administraciones porque son empresas y porque trabajan en España y para España. Dicho esto, son ellas las que conocen mejor que nadie cuáles son los campos de desarrollo tecnológico en que deben concentrar sus esfuerzos. Entender esto es entender la libertad de empresa.
Pedro Mielgo