Temibles tiempos de tormentas

Íñigo Errejón, uno de los líderes de Podemos, anda extrañado de que le acusen de corrupto por una nimiedad, ya que ni siquiera sabe qué irregularidad puede haber cometido. Pero no es el único; hoy día hay cientos de ciudadanos que se encuentran en parecida situación, e incluso imputados, que tampoco saben el porqué. Muchos de ellos además terminan absueltos —bueno sería saber cuál es la proporción y en qué medida se les ha resarcido por el daño sufrido—. Su número aumentará, toda vez que, como consecuencia de los huracanados vientos purificadores que nos envuelven, llegan a los juzgados numerosos temas que no deberían ser materia penal, pero terminan siéndolo. Aunque ser imputado no significa ser condenado, el estigma social es tal que poca diferencia hay entre ambas figuras. Convendría crear alguna intermedia, como en Francia la de testigo asistido, para evitar tanto sufrimiento inmerecido.

El señor Errejón ha recibido el mismo trato que su formación da a cuantos incluyen en su denostada casta política. Y si llega a tener responsabilidades de Gobierno, sufrirá probablemente el rechazo y el descrédito de muchos de sus votantes, salvo que la divina providencia le haya dotado de una vara mágica para resolver los males que nos aquejan.

Crear riqueza y empleo; resolver los insolidarios envites territoriales; acabar con el fraude fiscal sin imponer un sistema impositivo confiscatorio; eliminar la corrupción sin crear una nueva inquisición; conseguir una sociedad que vuelva a creer en sí misma, es tarea hercúlea que requiere tiempo y sacrificio, y exige un pacto de las fuerzas políticas, sociales y económicas, que no todas están dispuestas a apoyar.

Sucede, por el contrario, que estamos construyendo una sociedad populista e inquisitorial, burocratizada y judicializada, que no contribuye a la generación de riqueza. Populista, en el sentido de que, capitalizando la frustración e indignación existente, las nuevas formaciones políticas formulan todo tipo de propuestas demagógicas y recetas caseras como mágicas soluciones para salir de la crisis; recetas que modifican tan pronto vislumbran que pueden tener que aplicarlas. Lo malo es que esta demagogia parece haber contagiado a algunos líderes de otros partidos, que radicalizan sus posiciones para tratar de restar votos a las formaciones emergentes.

Inquisitorial, dado que las instituciones públicas incrementan su poder a la misma velocidad que disminuye el de los ciudadanos. Puede que los difíciles retos de luchar contra la corrupción y garantizar la seguridad exijan reforzar los poderes, entre otros, judiciales y policiales. Pero ello no justifica el deterioro de los derechos y libertades individuales; máxime hoy día, que las nuevas tecnologías permiten violar con enorme facilidad la intimidad de las personas. Corresponde a la sociedad civil controlar las instituciones de gobierno; en concreto, resolver el espinoso problema de “quién custodia al que custodia”. El reciente informe sobre la inhumana actuación de la CIA prueba lo que sucede cuando se deja de custodiar a los cuerpos de seguridad.

A su vez, y debido en parte a que los partidos tradicionales trasladaron el debate político a la esfera judicial, denunciándose unos a otros por cualquier motivo, se ha producido la judicialización de la vida pública. El estamento judicial debería haberse quedado al margen, pero no ha sido así. Sin duda que hay numerosos jueces y fiscales que ejercen su función de forma serena y rigurosa; pero también existen quienes priman la puesta en escena mediática. Últimamente son numerosas las actuaciones judiciales, las sentencias o alguna macrocausa difíciles de entender. No es función de la justicia dar lecciones de moral pública, ni dictar resoluciones ejemplarizantes. Debe actuar con todo el rigor necesario, en el marco de la ley. Y también con magnanimidad. Acabar con la corrupción o el fraude fiscal no exige deshumanizar la justicia ni imponer penas que no respeten el principio de la proporcionalidad.

Una de las nefastas consecuencias de la judicialización es la paralización de la actividad de la Administración. Raro es el funcionario o el gestor público que se atreve a dar una licencia o una concesión, incluso a recibir a algún empresario interesado en las mismas, por el miedo de ser denunciado por prevaricación, cohecho o tráfico de influencias.

El corolario consiguiente es la burocratización de la Administración. Para curarse en salud proliferan las normas, tantas y tan diversas que casi nadie sabe a qué atenerse. Si se examina con lupa cualquier expediente, es casi seguro que se encuentre alguna irregularidad, ya sea porque falta un sello, una firma, o por un quítame allá esas pajas. Si el responsable de dar la licencia o concesión se atreve a hacerlo, puede que tenga alguna responsabilidad. Si nada hace, nada tiene que temer. Existe un clima de inseguridad, de sospechas, de escuchas telefónicas, de miedo y desconfianza en definitiva, como pocas veces ha existido en nuestro país. Difícil es hacer avanzar una sociedad cuando se dan estas condiciones.

Si todo lo que era sólido, parafraseando a Antonio Muñoz Molina, se ha hundido, qué sucederá si lo que se nos vende como solución, ni siquiera es sólido en sus inicios. Y para colmo, se está abonando la tierra donde debe germinar con malas hierbas, ortigas y cizañas. Si no enderezamos el rumbo, y no parece que vayamos a hacerlo, es de temer que se avecinan tiempos de tormentas.

Jerónimo Páez es abogado.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *