Temor europeo de un nuevo Yalta

La reciente visita del presidente Barack Obama a Moscú permitió llegar a un modesto aunque prometedor acuerdo para un calendario sobre la reducción de los ingentes arsenales nucleares, uno de los más gravosos legados de la guerra fría, pero suscitó múltiples suspicacias a un lado y otro del que fuera telón de acero, sirvió de pretexto para que Europa escenificara de nuevo sus profundas divergencias y confirmó hasta qué punto los intereses estratégicos y económicos condicionan la política exterior de la superpotencia única, cuya hegemonía está en declive y precisa del concurso de otros poderes tradicionales o emergentes.
«El Gorbachov norteamericano, esperanza de toda la humanidad progresista», como irónicamente lo saludó un periódico moscovita, habrá comprendido que la cooperación con Rusia no será un camino de rosas y que previsiblemente exigirá el sacrificio o preterición de algunos amigos y se cimentará a expensas de la democracia y de los ideales redentores. Porque lo que está en el aire es la soberanía estratégica de Rusia, el problemático y polémico avance de la OTAN, que no debería llegar al Cáucaso, y el reparto de zonas de influencia.
El Kremlin pugna por lograr un nuevo Yalta, aunque territorialmente menos profundo que el que Roosevelt y Churchill regalaron a Stalin en 1945. EEUU y sus aliados europeos no movieron un dedo cuando los tanques soviéticos aplastaron la revuelta húngara (1956) o liquidaron la primavera de Praga (1968). Si Leonid Brezhnev inventó la soberanía limitada manu militari, Gorbachov la repudió al proclamar en Berlín que no intervendría (1989), pero la Rusia de Putin, un poder obsesivamente revisionista con una agenda del siglo XIX, como denuncian en Varsovia, pretende recuperarla por medios intimidatorios, pero menos estridentes, como la presión petrolera o las luchas intestinas en Ucrania, Georgia o Azerbaiyán.
Lejos de la obamamanía que se detecta en las capitales occidentales, los rusos permanecieron indiferentes –sólo el 12% expresó simpatía por el ilustre visitante– mientras el presidente Dmitri Medvédev y el primer ministro, Vladimir Putin, expusieron los agravios y se limitaron a preguntar: «¿Qué hay de lo nuestro?» O lo que es lo mismo, a inquirir sobre el papel que Obama reserva a Rusia en el orden mundial y cuál es el significado último de la realpolitik y la cautela que preconiza en los asuntos mundiales. La prensa rusa más nostálgica zahirió al «emperador americano», pero los realistas de Moscú arguyeron que la crisis económica impide que EE UU abra nuevos frentes o provoque la escalada.

En diferentes ocasiones, y muy especialmente en Praga el 5 de abril, con motivo de la cumbre de la OTAN, Obama dejó bien sentado que no reconocerá a Rusia una privilegiada zona de influencia, pero su principal discurso en Moscú resultó lo bastante ambiguo como levantar ampollas en los países que estuvieron sometidos al yugo soviético. La frustración y la desconfianza se concretaron en una carta abierta de 22 líderes de la Europa central y oriental, dirigida a Obama, en la que aseguran que Rusia sigue amenazando su soberanía 20 años después del fin de la guerra fría. «No todo marcha bien en nuestra región o en la relación transatlántica», advierten.
Entre los firmantes, los expresidentes Havel, Walesa, Kwasniewski, Constantinescu, Adamkus y Vike-Freiberga, los cuales temen que un acuerdo Moscú-Washington se haga con olvido o menoscabo de sus legítimos intereses, empezando por el abandono del proyecto de escudo antimisiles previsto en Polonia y la República Checa, una decisión que, según los signatarios de la carta, «socavaría la credibilidad de EEUU en toda la región». Puesto que los problemas estratégicos norteamericanos en Afganistán, Corea del Norte e Irán demandan la asistencia diplomática o logística de Rusia, la llamada nueva Europa, del Báltico al mar Negro, recuerda con admiración a Ronald Reagan y deplora la creciente debilidad de la OTAN.

Los países de Europa oriental reclaman la protección de EEUU y la OTAN, pero desconfían de la Unión Europea, a la que pertenecen, cuya política de seguridad y defensa común es una entelequia. Las dos Europas forman parte del bloque de inercia militar y diplomática. Pocos días después de la cumbre ruso-norteamericana, la cancillera alemana, Angela Merkel, no contribuyó a disipar el malestar, sino a agravarlo, con su cordial entrevista en Múnich con el presidente Medvédev, al que ni siquiera reprochó el asesinato en Chechenia de la periodista y defensora de los derechos humanos Natalia Estemírova. La prensa germana presentó a la cancillera como muy sensible al señuelo de los hidrocarburos e incluso a la añeja tentación de que el mercado ruso puede salvar a la gran industria.
Para contrarrestar el malestar y el nerviosismo, el vicepresidente de EEUU, Joseph Biden, un realista tradicional, viajó a Ucrania y Georgia, los dos eslabones más frágiles, donde volvió a conjugar el palo con la zanahoria. Recomponer la relación con esos dos países, «sin molestar a Rusia», como se pretende en Washington, parece una tarea imposible. La situación no evolucionará hasta que el presidente Obama dirima la disputa entre realistas e idealistas que introduce siempre la confusión en los primeros compases de todas las presidencias. Quizá los europeos puedan seguir el mismo método para resolver el dilema que los atenaza.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.