¿Tendrá México a su Donald Trump?

Andrés Manuel López Obrador, candidato a la presidencia de México, cerró su campaña el 27 de junio de 2018 en Ciudad de México. Credit Ramón Espinosa/Associated Press
Andrés Manuel López Obrador, candidato a la presidencia de México, cerró su campaña el 27 de junio de 2018 en Ciudad de México. Credit Ramón Espinosa/Associated Press

El 1 de julio, los mexicanos acudirán a votar unidos políticamente por una sola causa: el desprecio absoluto hacia Donald Trump. Entonces, ¿por qué parecen decididos a elegir a la versión mexicana y de izquierda del presidente de Estados Unidos?

Esa es la pregunta más importante que se cierne sobre la victoria anunciada de Andrés Manuel López Obrador, o AMLO, un agitador populista que ha aspirado a la presidencia tres veces. El exjefe de gobierno de Ciudad de México estuvo a punto de ser elegido en las elecciones presidenciales de 2006 y apareció en la boleta electoral de 2012. Ahora se encamina a ganar, según encuestas de Bloomberg, con más del 50 por ciento en una contienda disputada por cuatro candidatos.

¿Qué cambió en esta ocasión? Como nunca antes, los mexicanos están muy molestos con un sistema político al que perciben como corrupto, con un mal desempeño y que actúa por interés propio. Eso nos parece familiar a los estadounidenses, ni qué decir de a los italianos, británicos y a cualquier otro país inundado por la marea populista. En el caso de México, en buena medida, tienen razón.

Enrique Peña Nieto, el presidente saliente, ganó las elecciones con la promesa de reducir la delincuencia. En cambio, en México hubo más de 25.000 asesinatos el año pasado, un récord de la historia moderna mexicana. Prometió poner fin a la corrupción, pero se sospecha que su gobierno espió a investigadores anticorrupción y se descubrió que su esposa compró una mansión de siete millones de dólares a un contratista gubernamental. Prometió un crecimiento económico del seis por ciento anual, pero estuvo por debajo del tres por ciento. El salario promedio en México cayó unos mil dólares durante la Gran Recesión y desde entonces no se ha recuperado.

Todo esto, mientras el presidente estadounidense, a quien en una grabación se le escucha diciendo que no le importa si sus políticas dañan a los mexicanos, los insulta llamándolos violadores, asesinos y parásitos. Si AMLO gana, Trump se lo tiene bien merecido.

Los mexicanos, sin embargo, no tanto. La popularidad de AMLO yace en la creencia de que acabará con la corrupción, disminuirá la delincuencia y redistribuirá las ganancias mal habidas entre la población. ¿Cómo, exactamente? Tal como Trump declaró en la convención republicana de 2016 que él “solo” podía arreglar un sistema roto, AMLO parece haber convencido a los electores de que él solo puede lograrlo. “Todo lo que digo se hará”: así es como enfatiza su promesa de crear un gobierno justo y honesto.

Detestar la política y el arte de lo posible; optar por los pronunciamientos y la seducción de lo profético: es la vía de los demagogos en cualquier parte del mundo.

Trump promete construir muros fronterizos, ganar guerras comerciales, mantenernos a salvo del terrorismo y eliminar el Obamacare, todo con solo tronar los dedos (o una orden ejecutiva). Sus fervientes seguidores creen que ocurrirá, ya sea porque tristemente ignoran el sistema de transparencia y rendición de cuentas o porque secretamente se han propuesto eliminarlos.

Del mismo modo, AMLO promete solucionar en solo un sexenio la desigualdad social que data de hace quinientos años. En un conversación con Jon Lee Anderson, de The New Yorker, se compara con Benito Juárez, la versión mexicana de Abraham Lincoln. La idea del avance continuo y gradual no es para él. Parece que por fin encontró su momento en el actual estado de descontento de México.

Algunos escépticos de AMLO parecen consolarse con el hecho de que en esta campaña ha moderado sus políticas y su tono, se ha acercado a la comunidad empresarial y prometió trabajar con Estados Unidos de manera pragmática.

No obstante, no queda claro si la retórica suavizada no es más que un intento de apaciguar el miedo (que tuvo un enorme peso en sus derrotas anteriores) de que encarna al Hugo Chávez mexicano. Si gana la presidencia y su partido obtiene una amplia mayoría legislativa, sus ambiciones no contarán con controles institucionales. Eso rara vez sale bien en las democracias frágiles, en particular cuando las ambiciones van en dirección del estatismo económico y el populismo político.

En especial, no sale bien cuando las políticas populistas se derrumban (como casi siempre sucede) al enfrentarse a la realidad. A menudo, lo que sigue no es una corrección de rumbo del líder ni la desilusión de sus seguidores, sino la búsqueda agresiva de chivos expiatorios: especuladores codiciosos, el Estado profundo, los intrusos extranjeros, los periodistas deshonestos, los saboteadores o los leales a la oposición. Ese ha sido el patrón de los gobiernos populistas, desde la Hungría de Viktor Orban hasta la Turquía de Recep Tayyip Erdogan y, bueno, los Estados Unidos de Trump. Ahora México corre el riesgo de ser el próximo.

Crecí en Ciudad de México en una época en la que el país era una dictadura represora y unipartidista, dependiente casi en su totalidad de los ingresos del petróleo. A lo largo de casi cuarenta años he visto a México convertirse en un Estado multipartidista con una base manufacturera floreciente, una clase media en crecimiento y, al menos, la creencia en la rendición de cuentas política. Eso es progreso, pero también un recordatorio de que la miríada de descontentos de México, aunque seria, también refleja expectativas más altas.

Odiaría pensar que todos estos avances se desechen ahora. Cuando los mexicanos acudan a las urnas, espero que recuerden que el precio del resentimiento popular suele cobrarse en la moneda de la ruina política. Lo último que necesitan ahora es a un Donald Trump.

Bret Stephens es columnista de The New York Times.

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