Tenemos que hablar de la tristeza

El último estudio publicado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) sobre el impacto anímico de la pandemia nos ha mostrado unos resultados sobrecogedores. Más del 60% de los españoles reconoce haber tenido miedo a perder a algún familiar cercano a lo largo de este interminable año. El 46% reconoce ansiedad. El 58%, tristeza. El miedo a la muerte ha hecho su aparición de manera mayoritaria en las personas mayores de 65, tal y como era previsible, pero sobre el conjunto de la sociedad, una de cada cuatro personas dice haber vivido pensando que podría morir. Es el mismo porcentaje, uno de cada cuatro, que dice haberse sentido, durante muchos días de la pandemia, deprimido y sin esperanza. La palabra que elige el 55% de los encuestados cuando se pregunta por el futuro resume bien la fotografía final: desesperanza.

Unos días antes de la publicación del informe del CIS, el diputado Íñigo Errejón introducía este debate en el Congreso, animando a la toma de decisiones urgentes para plantar cara a las consecuencias psicológicas que esta brutal pandemia está dejando. Especialmente en las personas a las que el virus ha golpeado más fuerte en forma de enfermedad y de pérdida de familiares cercanos. O a las más vulnerables, las que mayores consecuencias económicas y laborales están sufriendo. O a las mujeres, que están pagando un precio psicológico más alto, tal y como demuestra el propio informe sociológico en varios de sus indicadores.

Parece evidente que estamos en el momento más oportuno para que el Gobierno y el Parlamento se decidan a pactar una estrategia nacional de salud mental de la mano de los Gobiernos autonómicos. Estrategia que debe partir de un incremento extraordinario de los recursos para invertir en nuestro sistema público de salud. Recursos que deberían orientarse, principalmente, a la contratación de equipos de psicólogos para todos aquellos ciudadanos y ciudadanas que lo necesiten. Y de manera prioritaria, para todas esas personas que no cuentan con renta disponible para acceder a terapia psicológica dentro del sistema privado de salud.

Adentrarse en este debate supone meterse en el interior de un ángulo muerto de la política española. Más allá de la intervención de Íñigo Errejón o de una iniciativa reciente del grupo parlamentario de Ciudadanos, la salud mental es una realidad que rara vez se atiende en el debate político, una conversación institucional que casi nunca se produce. Y no resulta sencillo adivinar por qué. Serán, seguramente, múltiples las razones que la han convertido en un tema tabú, pero mientras se evita el debate, la Organización Mundial de la Salud nos recuerda la realidad de las cosas. En España se suicidan 10 personas cada día. Unas 3.600 cada año. No hay ninguna otra causa de muerte que a pesar de afectar a tanta gente esté situada tan lejos de las prioridades políticas en España. De hecho, otras causas con menor incidencia son analizadas tan a fondo como merecen. Y se discute sobre ellas para aplicar políticas públicas que han ido mostrando cada vez más eficacia en las últimas décadas. Por ejemplo, en la lucha contra los accidentes de tráfico. El año 2019, el último con datos completos antes de las prohibiciones de movilidad, nos dejó la cifra de 1.098 fallecidos. Una tercera parte de la cifra anual de suicidios que se registra en España.

Entre las principales causas de inducción al suicidio está la depresión. Un trastorno que, en nuestro país, afecta en torno al 5% de la población. Unos dos millones y medio de personas. España es el cuarto país con mayor porcentaje de casos en todo el continente europeo. No existe ningún otro fenómeno que alcance una incidencia tan alta en la sociedad española y que tenga un tratamiento tan pobre en el debate público e institucional.

Con todo, a la hora de adentrarse en este debate resulta recurrente acudir a algunas de las principales obras del teórico y crítico cultural Mark Fisher. Tanto en Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? Como en Los fantasmas de mi vida: escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos, Fisher se introducía en lo trascendentes que resultan las cuestiones estructurales —las de naturaleza económica, política y social— en los lugares y niveles de incidencia que alcanza y desarrolla la depresión.

Son numerosos los estudios que demuestran la evidencia de que en las zonas más vulnerables de la sociedad es donde más fuerte golpea la depresión. Allí donde más incertidumbre económica hay, donde más recorrido alcanzan tanto el desempleo como la pobreza, mayor es la presencia de este trastorno. Por todo ello, no deberíamos olvidarnos de las enfermedades mentales —ni de esta ni de ninguna otra— a la hora del debate sobre el modelo económico, el mercado laboral y el sistema de bienestar social.

La depresión es política, nos dice Fisher. Enfocarla así supone sacarla de la narrativa de individuos desconectados y aislados en la que se encuentra, atrapada en un imaginario que la disocia de las condiciones estructurales. Significa empezar a comprenderla —y por tanto, a poder combatirla— dentro del marco al que pertenece; el de nuestro modelo económico, el de nuestro modelo social y el de las consecuencias que generan algunas de sus ineficiencias.

Tenemos que hablar de la tristeza. Tenemos que hacerlo para perder este miedo atávico a conversar públicamente sobre ella. Y tenemos que hablar de la depresión. Para liberarla del halo de silencio que la envuelve. Para sacar el debate sobre la salud mental del ángulo oscuro en el que se encuentra y meterla dentro de nuestra deliberación democrática. Para politizarla. Para afrontar con más garantías las consecuencias psicológicas de la coyuntura de pandemia y de la estructura del modelo. Para empezar a aceptar de una vez que en el espejo incómodo de nuestros indicadores de salud mental están reflejados algunos de nuestros desafíos más acuciantes de país.

El último estudio publicado por el CIS nos recuerda la extraordinaria urgencia de un profundo cambio de enfoque en la estrategia nacional de salud mental. No hay otro camino para plantar cara a las nítidas señales de alarma que nos ha mostrado.

Eduardo Madina es exdiputado socialista en el Congreso.

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